MÉXICO: ¿S.A. DE C.V.?

Luis Gutiérrez Rodríguez

Luis Gutiérrez Rodríguez

La Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos logró celebridad mundial porque fue la primera en incorporar derechos sociales: salud, educación, trabajo… De manera que por mandato constitucional, esos derechos se convirtieron en obligaciones del poder público para y con la sociedad.

     No fueron ocurrencias del Congreso Constituyente de 1917. Sucedió que entre los diputados reunidos en Querétaro, hubo quienes pensaron solamente en trasladar a la nueva Carta Magna (si se le puede llamar así) preceptos de la Constitución de 1857; pero también se encontraban entre los legisladores algunas (y no pocas) mentes lúcidas, que se habían mantenido muy cerca de la gesta revolucionaria (no necesariamente a caballo y con carabinas 3030) y que advirtieron que la reorganización del país tenía que cimentarse, en buena medida, sobre las demandas por las que el pueblo luchó. Nada más, nada menos.

La sensatez de los diputados constituyentes también vislumbró un hecho insoslayable ayer como hoy: que cuando desde el poder público se deja de escuchar y atender al pueblo y crece la pobreza, también crece el descontento social; entonces el camino de la violencia resulta, si no justificable, sí más que explicable.

Hoy el miedo, y no otra cosa que el miedo, induce a nuestros gobernantes a proclamar a los cuatro vientos que es ilegítimo recurrir a la violencia para exigir justicia, probidad, buen gobierno. ¡Pamplinas! La historia enseña que las rebeliones populares contra el autoritarismo, contra los abusos del poder, contra la corrupción y la ineptitud, se han hecho con las armas en la mano, cuando el poder le da la espalda al pueblo que se lo confió. Entonces, la vía de las instituciones se aleja cuanto más empecinado se muestra el gobierno en ir a contracorriente. El derecho ciudadano a exigir respeto a las garantías individuales y sociales se convierte en letra muerta.

Pero volvamos a la Constitución social de 1910. ¿Qué queda de ella? Un documento con muchos parches y remiendos, del que han desaparecido las instituciones del Estado creadas para apoyar a los mexicanos más desprotegidos, vía financiamiento rural, abasto popular, internados federales para hijos de trabajadores…etcétera. En el olvido quedaron el Banrural, Conasupo, Liconsa.José López Portillo se aventuró a decir que él sería “el último presidente de la Revolución”. Y no andaba tan equivocado.

En los sexenios sucesivos continuó la subasta, esta vez de empresas propiedad del Estado: Telmex, Bancomer, Banamex, Multibanco Comermex, Calmex, los Ferrocarriles Nacionales de México (aquí Ernesto Zedillo se voló la barda), algunas carreteras de cuota, la siderurgia, Fertimex, el Instituto Mexicano del Café, aeropuertos, la Constructora de Carros de Ferrocarril.

En suma, que los gobiernos post revolucionarios le abrieron las puertas sin el menor recato a la iniciativa privada, para que invirtiera en sectores que eran exclusivos, estratégicos, prioritarios y propiedad del Estado. Es decir, de la nación. Según el Banco Mundial, solamente en la década de los años 90 (léase Salinas y Zedillo), el gobierno mexicano transfirió activos por 31 mil 458 millones de dólares a particulares, lo que en su momento representó el 20.4 por ciento de la venta total de empresas de propiedad estatal en América Latina.

En el caso de las mineras pignoradas, alrededor de una docena de comunidades mexicanas están en pleito con empresas concesionarias en sus territorios; aparte, las tragedias en Barroterán, Pasta de Conchos y la región del Río Sonora. Y ahora el petróleo. Y el gas. ¿Qué sigue? ¿El Instituto Mexicano del Seguro Social? ¿La Comisión Nacional del Agua? ¿Los puertos? ¿La fase final de la privatización de la Comisión Federal de Electricidad, iniciada en 1992? ¿La Secretaría de Educación Pública? ¿La UNAM? ¿El IPN?