El eterno dilema fiscal

Eduardo Mendoza Ayala

Eduardo Mendoza Ayala

A finales de los años setenta del siglo pasado, vivía en Tulancingo, Hidalgo, un destacado oftalmólogo de apellido Berganza. Logró ser presidente municipal y se dio a la tarea de divulgar cotidianamente un estado de cuenta, de ingresos y egresos, para que los ciudadanos supieran en qué y cómo se manejaban los recursos públicos del ayuntamiento.

El ejemplo ético del alcalde, combinado con el genuino interés de servir, quedó registrado como un hito en la historia de la administración pública del país. Sin embargo, fue evidente que al partido político que se beneficia con los colores de la bandera nacional no le convenía promover esta conducta, so pena de generar una cultura cívica arraigada en la honradez. Más que verla como un modelo, la conducta del Dr. Berganza se advirtió como un peligro: la gente podía acostumbrarse a que se le informara debidamente de cómo y en qué se gastaban sus impuestos, y para los cánones inmorales gubernamentales establecidos no era correcto difundirlo.

El pago de impuestos obliga a las autoridades que los administran (de ahí la “administración pública”), a convertirlos en buenos servicios, en bienestar colectivo. Lamentablemente la realidad en México es otra; por eso nos enfrentamos cotidianamente a una mala calidad de vida.

Por ejemplo, de acuerdo con la normatividad vigente, cuando pagamos el impuesto predial, tenemos derecho a servicios básicos como seguridad pública, agua potable, drenaje, pavimentación, bacheo y mantenimiento de parques y jardines. Lo que poco se advierte, y menos se difunde, es que se paga dos o tres veces por varios de estos servicios. Tal es el caso del agua potable que ya está incluida en el predial, pero la volvemos a pagar mensual o bimestralmente al organismo que la suministra.

Por misteriosas razones, a los gobiernos nunca les alcanza el dinero que reciben por la vía fiscal. Por eso, cada año aumentan las tasas o imponen más impuestos. No solo eso: obligan injustamente a los ciudadanos a pagarlos.

No les alcanza el dinero porque –hay que decirlo con claridad– la corrupción domina la función pública en México. Fuertes cantidades del presupuesto se desvían hacia actividades ilícitas, pues ni la honradez ni la transparencia en el gasto público han sido virtudes de nuestros gobiernos. Los ciudadanos les confiamos recursos multimillonarios que van a parar a cuentas bancarias en paraísos fiscales; ocurre así porque no participamos, ni nos comprometemos a vigilar el buen desempeño de nuestras autoridades.

Otro gran capítulo acerca de los impuestos, es el que se refiere al enorme porcentaje del que se apropia el gobierno federal (cualquiera que sea su signo). Este acto de confiscación es hoy de ochenta centavos por cada peso que se produce. A los gobiernos estatales se les reparte un quince por ciento en promedio, en tanto que a los ayuntamientos, cual monarquía medieval, se les devuelven “graciosamente” cinco centavos para su sobrevivencia. Inequidad absoluta e injusticia total.

Por eso, debemos organizarnos para ejercer nuestro legítimo derecho de supervisar a nuestras autoridades, a las municipales para empezar (porque son las inmediatas a las que podemos acceder), a fin de que sepamos qué hacen con el dinero que recaudan. Sólo así podremos enderezar el chueco camino que vergonzosamente hemos padecido hasta la fecha.

Formas de revisar y exigir hay muchas; implican esfuerzo y sacrificio, pero así el México que hemos anhelado comenzará a aparecer en el horizonte. Y cuando tengamos que pagar impuestos quizá no lo hagamos felices, pero al menos sí sabedores de que lo que nos quitan se usa correctamente, conforme a las únicas reglas valederas para la función pública: el bienestar ciudadano.

A nadie nos agrada –como ciudadanos- pagar impuestos. Y menos cuando sabemos perfectamente que lo que los gobiernos nos quitan, o se apropian ilegalmente, lo mal invierten, atropellando nuestra dignidad como individuos.

Gobiernos van y gobiernos vienen, prometiendo ayudarnos a vivir mejor, pero lo cierto es que desde hace mucho en nuestro país, todos ellos –sean de la secta, raza, ideología o credo político que sea- han fracasado rotundamente.

A cambio del pago de impuestos, idealmente las autoridades nos deberían proporcionar buenos servicios públicos; la realidad en México lamentablemente es otra, por lo que los ciudadanos nos vemos obligados a padecer constantemente severas limitaciones y carencias en nuestro cotidiano vivir.

Apegados a la normatividad vigente -por ejemplo- cuando uno paga el impuesto predial, teóricamente tenemos derecho a contar con servicios públicos básicos, como son: seguridad pública, agua potable, drenaje, educación, pavimentación, bacheo así como mantenimiento de parques y jardines.

Partiendo de esa base, ocurre entonces que la mayoría estamos pagando dos o tres veces un mismo servicio público, como ocurre en el caso del agua potable, ya que además de cubrirlo en el citado impuesto predial lo volvemos a pagar en los recibos del organismo de agua potable. Y ya no hablemos de cuando adquirimos un automóvil nuevo.

En ese mismo tenor, si nos referimos al pago de la gasolina, ni qué decir del abuso que significa ser una nación productora de petróleo y tener que estar pagando absurdamente cada mes más dinero por ponerle combustible a nuestro medio de transporte, incremento mensual que desde luego provoca el encarecimiento de miles de productos y servicios que necesariamente debemos consumir. Lo que no nos dicen las autoridades, es por qué estamos pagando los mexicanos la producción de gasolina en el extranjero, cuando bien podríamos hacerlo aquí y lograr que la gasolina y varios derivados del petróleo fueran más económicos.

Así las cosas es urgente ponernos en movimiento individual y comunitariamente, con el fin de generar acciones que nos permitan mejorar los servicios públicos que hoy apenas si recibimos con mediana regularidad y calidad. Hay que hacerlo con dignidad y categoría, la que corresponde a nuestra natural calidad de ciudadanos mexicanos.

Todos los gobiernos se mantienen de las contribuciones económicas que los individuos en la sociedad “aportan” vía impuestos. Se supone que con tales recursos sería suficiente para pagar la estructura administrativa que sirve para articular la marcha de la nación, incluyendo la adecuada proporción de servicios públicos a los gobernados, pero por misteriosas razones, resulta siempre que a los gobiernos nunca les alcanza, por lo que las autoridades nos obligan injustamente a pagar más impuestos.

Y no les alcanza el dinero, porque –hay que decirlo con todas sus palabras- se desvían fuertes cantidades económicas del presupuesto hacia actividades ilícitas, lo que se puede hacer todavía –por cierto- , gracias a que no se practican públicamente ni la honradez ni la transparencia en el ejercicio de los recursos que los ciudadanos les confiamos, y además –por supuesto-, a que muchos no participamos ni nos comprometemos para vigilar un buen comportamiento de parte de nuestras autoridades.

Hace mucho tiempo, hacia finales de la década de los años setenta del siglo anterior, en la ciudad de Tulancingo, Hidalgo un destacado oftalmólogo de apellido Berganza, logró ser presidente municipal, dándose a la tarea de publicar abiertamente todos los días un estado de cuenta, de ingresos y egresos, para que los ciudadanos supieran en qué y cómo se estaban manejando los recursos públicos del ayuntamiento.

El ejemplo ético, combinado con el genuino interés de servir a sus semejantes por parte del edil, marcó auténticamente un hito en la historia de la administración pública del país, que evidentemente a la institución partidista que utiliza los colores de la bandera nacional no convenía promover, so pena de generar una cultura cívica arraigada en valores de la honradez y la decencia. Más que verlo como una oportunidad, la conducta del Dr. Berganza se miró como un peligro ya que la gente se acostumbraría a que se le estuviera informando debidamente y para los cánones inmorales gubernamentales establecidos por ese partido político, no era correcto difundirlo.

El otro gran capítulo a debate acerca de los impuestos, es el que se refiere al enorme porcentaje que invariablemente el gobierno federal (de cualquier marca, color o ideología) se apropia de cada peso que se produce en los municipios y en las entidades federativas del país.

Hoy en día ese porcentaje de unilateral confiscación por parte de la federación es de ochenta centavos, repartiendo a los gobiernos estatales en promedio un quince por ciento, mientras que a los municipios les devuelve “graciosamente”, cual si fuera monarca medieval, sólo cinco centavos para su sobrevivencia. Inequidad absoluta e injusticia total.

Desde luego que tal relación no ha variado, porque desde las oficinas del gobierno de la República se busca controlar políticamente la operación de los estados y municipios y así garantizar que no haya disidencias, descontrol o divisiones que afecten la unidad del país. En ese afán lo único que se ha logrado es el debilitamiento y paulatino empobrecimiento de los municipios, haciéndolos menos eficientes y más dependientes de autoridades superiores, siendo el principal pagano el ciudadano al recibir malos y caros servicios.

Por eso estimado lector, como te podrás percatar, es urgente “ponernos las pilas” como gobernados y proceder a supervisar de manera organizada a nuestras autoridades, empezando por las municipales (que son las inmediatas a las que podemos acceder), con el fin de que conozcamos qué hacen con las cantidades que recaudan; sólo así vamos a poder ir “destorciendo” ese chueco camino que han marcado penosamente los distintos gobiernos que hasta la fecha hemos padecido. Formas de revisar y exigir hay muchas; implican eso sí, esfuerzo y sacrificio, pero lograrán que vivamos mejor.

Así el México que hemos anhelado comenzará a aparecer en el horizonte y probablemente cuando paguemos impuestos, quizá no lo hagamos felices, pero al menos sí sabedores de que lo que nuestros gobiernos nos quitan sí se aplica correctamente.