Opinión
Flor de otoño

 
 
Luis Gutiérrez Rodríguez

 

 

Cuando el Sol forma un eje con el ecuador de nuestro planeta, por ahí del 23 de septiembre, comienza en nuestro hemisferio norte el equinoccio de otoño. Suceso astronómico durante el cual el día y la noche tienen la misma duración hasta el 21 de diciembre, cuando empieza el invierno.

Nos dice también la astronomía que el equinoccio de otoño en México nos indica el comienzo de una nueva estación, con cambios importantes en la naturaleza y en el clima, últimas lluvias intensas del año e inicio del invierno.

Es asimismo una temporada de contrastes otoñales. Uno de los más bellos, sin duda, lo ofrecen praderas, parques y jardines colmados profusamente de flores de Cempasúchil, nombre derivado de la castellanización del náhuatl original: “Cempohualxochitl”, que significa “veinte flores” o “varias flores”, y en singular se le traduce como “flor de veinte pétalos”, por la corona original que exhibe. Es, se afirma, una belleza natural y original de México.

Al parecer, el cempasúchil está vinculado desde la época prehispánica a la celebración del Día de Muertos, el primero de noviembre de cada año. La leyenda más popular narra que con el color de sus pétalos amarillos, como el fuego del sol, y su aroma (fuerte para algunos gustos), guían a los muertos en el mundo de los vivos. Ello explica cómo ha perdurado, hasta la actualidad, la costumbre de que con las flores de cempasúchil los dolientes formen un sendero hasta el sepulcro.

Pero no todo es pena y dolor en esta historia. Corre una leyenda en torno a la historia de amor entre dos jóvenes aztecas, Xóchitl y Huitzilin. Ambos eran apenas unos niños cuando surgió entre ellos el romance.

Xóchitl y Huitzilin crecieron y se amaron intensamente. Por las tardes, los jóvenes enamorados acostumbraban subir a una cima alta para obsequiarle flores a Tonatiuh o Tonatiuhtzin, «Señor de la Turquesa» y quinto sol en la visión del cosmos entre los aztecas (aunque para algunas culturas mesoamericanas del periodo posclásico, incluidos los toltecas, era un dios feroz).

Ante la deidad agradecida por la ofrenda Xóchitl y Huitzilin no titubearon en jurarse amor eterno, inclusive más allá de la muerte.

Pero una de tantas guerras de la época prehispánica (siempre según la versión más popular de la leyenda), llegó a la aldea en que vivía la pareja de enamorados y Huitzilin tuvo que ir a combatir. Fue breve su ausencia: su amada Xóchitl recibió pronto, con gran dolor, la noticia de la muerte del amor de su vida.

En su soledad, Xóchitl fue por última vez a lo alto de la montaña para rogarle a Tonatiuh que la uniera para siempre con su pareja. La respuesta del dios fue un rayo fulminante que al tocar a la bella y desconsolada mujer la convirtió en una flor intensamente amarilla, como el sol.

Concluye la leyenda que en el centro de la hermosa flor llegó a posarse un colibrí. La avecilla era Huitzilin, y en cuanto se posó en ella la flor se abrió en veinte pétalos. El encanto de Tonatiuh mantuvo la unión de Xóchitl y Huitzilin para siempre, mientras vivan los colibríes y las flores de cempasúchil.

Flores otoñales, sí, de vida y esperanza.

Se encuentran aquí, en nuestro amado México.