Internacional
La crisis en Nicaragua

Lo cierto es que el caso nicaragüense puede contagiar a otras democracias débiles de la región, especialmente de los países centroamericanos

Guillermo Rocha Lira

Guillermo Rocha Lira

En los últimos meses hubo diversos hechos en Nicaragua que preocupan a la comunidad internacional. De forma similar a lo que ocurre en otros países de Latinoamérica, la “aparente” estabilidad del país centroamericano derivó rápidamente en una grave crisis política y social. Como una creciente bola de nieve, lo que comenzó con una protesta social, se agudizó y ahora existe el riesgo de una guerra civil. Muchos factores y actores intensificaron la crisis nacional en Nicaragua: la debilidad institucional, la corrupción generalizada, las condiciones de pobreza de la mayoría de la población, al igual que la presencia de grupos de poder que influyen directa o indirectamente en el gobierno y en la sociedad, como el ejército y la Iglesia Católica. El caso de Nicaragua sirve para ejemplificar la crisis por la que atraviesan los países de América Latina, que se definen entre la modernidad y el pasado, la continuidad de la revolución y el autoritarismo, el progresismo y el conservadurismo, la institucionalidad y la corrupción gubernamental, la gobernanza y el caos.

Durante su historia, Nicaragua ha tenido gobiernos liberales, conservadores y socialistas. Esto es de suma importancia para entender cómo fuerzas e ideas progresistas y conservadoras chocan y tienen un papel fundamental en la crisis actual. Después de abandonar la Federación Centroamericana y dejar atrás la Guerra Nacional, Nicaragua entró al periodo de la llamada “Primera República Conservadora” que duró tres décadas. Posteriormente, las ideas progresistas y el triunfo del liberalismo en México provocaron que los países centroamericanos como Nicaragua experimentaran su propia revolución liberal.

En la primera parte del siglo XX el país sufrió repetidas intervenciones armadas de Estados Unidos. La presencia estadounidense en Nicaragua y en la región durante la primera mitad del siglo pasado es fundamental para entender los gobiernos que siguieron en Centroamérica. Desde luego que la dictadura de Anastasio Somoza era apoyada militar y políticamente por Estados Unidos y su familia dirigió el país hasta el triunfo de la Revolución Sandinista.

El Frente Sandinista de Liberación (FSLN) nació como una organización política paramilitar de orientación socialista, nacionalista y antiimperialista que, inspirada en otros movimientos revolucionarios como el cubano y el argelino, derrotó a la dictadura de la dinastía Somoza e impuso un gobierno que duró de 1979 a 1990. En 1983 el Frente se transformó en partido político y ganó las elecciones celebradas en 1984 con el 67 por ciento de los votos.

Durante esta etapa, Nicaragua fue escenario de la Guerra Fría en América Latina y sirvió como laboratorio de las potencias para financiar e impulsar movimientos de insurgencia y contrainsurgencia por parte de Estados Unidos y la Unión Soviética, que buscaban desestabilizar el país.

Desde el triunfo de la Revolución, Daniel Ortega Saavedra se convirtió en un personaje clave para la historia del país. Su primer mandato presidencial comenzó con el triunfo de la revolución sandinista y concluyó en 1990, cuando una coalición de 14 partidos contrarios al FSLN apoyó e hizo triunfar a Violeta Barrios de Chamorro. El segundo mandato presidencial de Ortega comenzó en el 2006 y en 2011 fue reelecto presidente. En el 2016 se reeligió por tercera ocasión consecutiva. Esto le permitía seguir un mandato sin contrapesos políticos y legislativos y con el respaldo de un Tribunal Electoral que avaló su triunfo.
En abril de 2018 el gobierno de Ortega impulsó una serie de reformas al Instituto Nicaragüense de Seguridad Social que provocó el descontento de una parte de la población que se manifestó en contra de las políticas gubernamentales. El enfrentamiento entre opositores y defensores del régimen provocó que las fuerzas del gobierno intervinieran en varias ciudades del país. El enfrentamiento entre manifestantes y orteguistas provocó una escalada de violencia que dejó entre 350 y 450 muertos según diversas fuentes de medios internacionales. Frente a la repentina crisis social, el mismo Ortega solicitó a la Conferencia Episcopal de Nicaragua que interviniera como instancia de mediación e interlocución con la oposición, representada por colectivos ciudadanos, fuerzas políticas y empresarios, críticos y opositores del régimen sandinista.

La situación económica del país en el último siglo ha sido muy complicada. La dictadura de Somoza, la intervención de grupos paramilitares y fuerzas de insurgencia externas durante el periodo de gobierno del FSLN, así como el terremoto de 1972 que dejó al menos 10 mil muertos, provocaron que desde entonces, la mayoría de la población se encuentre en una situación de pobreza y pobreza extrema. Nicaragua es uno de los países centroamericanos con menor productividad y desde la década de los noventas es uno de los países con menor inversión de todo el continente. Se calcula que para la siguiente década el PIB per cápita en Nicaragua estará por debajo del promedio de los países centroamericanos.

Nicaragua está sumida en la peor crisis social, económica y política desde la década de los ochenta, cuando también era presidente Daniel Ortega. Desde luego la figura del actual mandatario es fundamental para entender el contexto político y social que prevalece en el país desde hace cuatro décadas, así como la evolución de los acontecimientos de los últimos meses.

La revolución que derrocó al dictador Somoza degeneró en gobiernos que no trajeron las condiciones de justicia, igualdad de condiciones y progreso. El actual gobierno es señalado por organismos internacionales como un gobierno autoritario, que no garantiza condiciones democráticas mínimas de cambio. Paradójicamente la revolución que hace cuatro décadas derrotó a una dictadura, ahora ha degenerado en un gobierno autoritario. Como en muchos casos latinoamericanos, las promesas revolucionarias o de transición democrática fracasaron y el país experimenta una involución democrática.

La Comisión Interamericana de Derechos Humanos ha denunciado que desde hace una década prevalecen en Nicaragua asesinatos, ejecuciones extrajudiciales, tortura y detenciones arbitrarias cometidos contra la población mayoritariamente joven. Desde su regreso al gobierno, Ortega es acusado por la oposición de utilizar a las instituciones del país para beneficiar a sus familiares y amigos. Asimismo, una de las principales críticas de la oposición es que la vicepresidenta del país, Rosario Murillo, sea la esposa del mandatario. La pareja presidencial ha sido acusada de corrupción, mal uso y derroche de recursos estatales para su beneficio.

La crisis del país se agudizó gravemente cuando el presidente acusó a la Iglesia Católica nicaragüense, a la que calificó de “golpista”, de ser la instigadora de la protesta civil y por lo tanto responsable del desorden social. En un país preponderantemente católico, las desmesuradas declaraciones de Ortega resultaron como gasolina al fuego. La oposición, en especial los grupos conservadores y católicos, aprovecharon este comentario para aumentar la protesta social en contra del gobierno.

Aunque las declaraciones de Ortega contra la Iglesia Católica fueron inoportunas, lo cierto es que la jerarquía católica nicaragüense ha jugado un papel fundamental en los últimos meses. En respuesta a las declaraciones del mandatario el cardenal Leopoldo Brenes afirmó que la Iglesia Católica, es perseguida por el régimen.

Brenes reconoció que frente a la opresión del gobierno de Ortega contra la oposición, los templos católicos han servido como refugios para manifestantes que escapan de los ataques del gobierno. El cardenal afirmó que durante los últimos dos meses al menos siete iglesias fueron profanadas por el gobierno, lo cual no sólo demuestra intolerancia política del régimen, sino una clara persecución del gobierno de Ortega contra la Iglesia católica en Nicaragua.

La guerra de declaraciones entre el gobierno y la jerarquía católica han provocado que la polarización aumente en el país. El 19 de julio, en el marco del 39 aniversario de la revolución, Ortega declaró: “Me dolió que los señores obispos tuvieran esa actitud golpista”. En respuesta el clero marginó a la alcaldía de Managua de las fiestas patronales más importantes en el país, que se celebran en los primeros diez días del mes de agosto.

Partidarios del gobierno de Ortega agredieron al cardenal Brenes y al nuncio apostólico Stanislaw Waldemar, e hirieron al obispo Silvio José Báez, auxiliar de la Arquidiócesis de Managua, y otros sacerdotes. Al respecto el cardenal Brenes afirmó que esto demuestra el clima de persecución que prevalece en el país, contra una Iglesia Católica que es amenazada, pero que, a pesar de los actos intimidatorios no puede ser ajena a la crisis del país y a la opresión gubernamental contra la oposición. Así, lo que empezó como una protesta colectiva contra el régimen para exigir apertura y democratización, se ha tornado peligrosamente en una polarización con matices religiosos entre católicos y no católicos; creyentes y no creyentes, defensores de la revolución y opositores.

La posición de la jerarquía católica en el conflicto tampoco es sencilla. Una parte de la jerarquía católica trata de mantenerse como mediadora o interlocutora con el gobierno, mientras que otro grupo numeroso de clérigos en las provincias asume una posición más activa que incita a la sociedad a continuar la lucha contra el mal gobierno. Por lo tanto, esta crisis también ha provocado que la misma Iglesia en Nicaragua pase por un proceso de autodefinición que oscila entre el conservadurismo religioso y reaccionario y la teología de la liberación, presente en parte de la Iglesia latinoamericana, que encabece la lucha contra el gobierno opresor.

En un país polarizado política y religiosamente, será difícil encontrar ganadores en esta crisis. Si los orteguistas y los defensores del gobierno se mantienen en el poder, entonces es probable que exista una persecución contra la oposición y por lo tanto la consolidación de una forma autoritaria de gobierno. Si la oposición gana o provoca un cambio en el mediano o largo plazo, no se valorará el triunfo de la sociedad civil organizada y en cambio se le dará más importancia al triunfo de las fuerzas reaccionarias, en especial de la participación de la Iglesia Católica en el conflicto en contra del gobierno.

Peor aún, existe la teoría nada descabellada de que la oposición del gobierno de Ortega, es organizada y financiada desde afuera de Nicaragua por otros países y fuerzas trasnacionales, particularmente como Estados Unidos. Así como aconteció en el pasado, no sería extraño que desde el exterior se organice a movimientos de insurgencia que provoquen la desestabilización en países contrarios a los intereses empresariales o extranjeros, sobre todo en naciones centroamericanas, como ocurrió en la década de los ochentas.

Lo cierto es que el caso nicaragüense puede contagiar a otras democracias débiles de la región, especialmente de los países centroamericanos. Desde luego el caso de Nicaragua resulta aún más preocupante debido a la mayoría católica de la zona, que podría alentar el surgimiento de movimientos democratizadores impulsados por fuerzas reaccionarias o conservadoras. El caso nicaragüense es un claro reflejo de la débil gobernanza que existe en la región latinoamericana, en la que pareciera que sólo hace falta una chispa para que una coyuntura política se convierta en crisis social, que derive hacia la polarización, la inestabilidad y el caos. n