7:19, LA HORA DEL TEMBLOR

Guillermo Revilla

Guillermo Revilla
Twitter:@Concubino0 

El 19 de septiembre de 2017, a los mexicanos se nos vino el mundo encima. A las 13:14 horas se registró un sismo de 7.1 grados de intensidad que provocó la muerte de más de 300 personas en la Ciudad de México, Morelos, Puebla, Estado de México, Guerrero y Oaxaca, así como el colapso de 38 edificios y el daño de muchos más, sólo en la capital del país.
A las 11 de la mañana de ese día, 32 años y 4 horas después del devastador terremoto del 19 de septiembre de 1985, se llevó a cabo el megasimulacro que año con año ha servido, por un lado, para recordar aquel día trágico y, por otro, para prepararnos en caso de que algo similar volviera a ocurrir; dos horas después, ocurrió.
En octubre del año pasado, publicamos en El Ciudadano una reseña sobre la película 7:19, la hora del temblor, dirigida por Jorge Michel Grau, estrenada el 19 de septiembre de 2016. En ella se destacaba cómo la película funciona como la metáfora de un país que se derrumba por los cimientos corruptos sobre los que precariamente se ha venido sosteniendo. La reciente sacudida que sufrió nuestro país no ha tardado en convertirse en un tema político donde una vez más la palabra corrupción, como en casi todos los aspectos de la vida nacional, se escucha con insistencia. Es por esto que volvemos a presentar a nuestros lectores este texto.

Cuando las preocupaciones nos rebasan, cuando lo único que sigue a los problemas son más problemas, cuando llueve sobre mojado, solemos decir que el mundo se nos viene encima. La expresión conlleva una idea de espacialidad y ubicación: arriba hay un mundo; debajo de ese mundo, está el individuo. Ese mundo que pende sobre el individuo debe estar sostenido por alguna fuerza o cimentado sobre alguna base, de lo contrario, según la ley de la gravedad, caería por su propio peso.

Imaginemos a este mundo como un edificio que se alza por encima del individuo. Es más, pensemos que ese edificio ha sido levantado por el individuo mismo: son sus relaciones, sus afectos, sus propiedades, sus rutinas, sus seguridades, en fin, su mundo. Las preocupaciones que rebasan al individuo, sus problemas seguidos por más problemas, minan los cimientos, mueven el piso, lo hacen temblar y provocan el colapso de la estructura: ocurre el derrumbe y el mundo se viene encima. Hay en la frase una acción violenta: el mundo no sólo cae, sino que lo hace directamente sobre uno; no al lado, detrás ni enfrente: encima. La frase implica, también, cierta indefensión: ¿qué puede hacer un individuo ante un mundo entero que se derrumba sobre él? La consecuencia es, literalmente, aplastante.

El 19 de septiembre de 1985, a los habitantes de la Ciudad de México se nos vino el mundo encima. A las 7:19 de la mañana se registró el terremoto de 8.1 grados en la escala de Richter que año con año activa la memoria colectiva de horror y heroísmo, que es la causa de megasimulacros aprovechados por oficinistas y estudiantes para echarse un cigarro en horas hábiles, que provoca que unos a otros nos preguntemos dónde estábamos el día del temblor. 31 años y 13 horas después, el 19 de septiembre de este año, se estrenó en el Centro Cultural Universitario Tlatelolco la película 7:19, la hora del temblor dirigida por Jorge Michel Grau.

La película inicia unos minutos antes del temblor. Al edificio que alberga una Secretaría de Estado van llegando una a una las personas que trabajan ahí. Martín, el conserje, interpretado por Héctor Bonilla, abre la puerta y empieza a recibirlos. Es un día especial: todos han sido citados más temprano de lo habitual por su jefe, el licenciado Fernando, interpretado por Demián Bichir, previendo la visita sorpresa que realizaría el Secretario al edificio. Un plano secuencia va mostrando la llegada de los personajes, con saludos y diálogos insulsamente cotidianos: el suelo está firme; el edificio, aparentemente bien construido. El mundo de cada quien está en su lugar, sostenido por la seguridad de ocupar un sitio en un sistema claramente estratificado, representado por el edificio y sus niveles: abajo, el conserje; arriba, el licenciado; en el cielo, el Secretario invisible; en medio, todos los funcionarios, secretarias y mensajeros.

La cámara nos muestra una pequeña televisión encendida sobre la mesa del conserje. En pantalla, vemos a Lourdes Guerrero conduciendo el noticiario matutino de Televisa Hoy Mismo justo en el momento en que empieza a temblar. De pronto, la catástrofe: el mundo se viene encima.

Tras el derrumbe, los escombros; entre los escombros, Martín y Fernando, atrapados, sostienen un largo diálogo mientras intentan mantenerse vivos hasta que alguien los rescate. A la conversación, a veces desgarradora, a veces violenta, a veces divertida, se suman las voces de otros personajes atrapados en el edificio a los que nunca vemos. La puesta en escena de la película es sofocante y sombría. El encierro de los personajes entre varillas y bloques de concreto se traduce en una sensación de opresión y desesperación, de claustrofobia, en el espectador. En este planteamiento estético, la edición de sonido se vuelve fundamental: el edificio derrumbado cruje, las voces de los otros atrapados irrumpen, el oído espera impaciente la señal de que la ayuda está cerca.

7:19, la hora del temblor es una película del género del cine de catástrofes, en el que Hollywood es prolífico. A diferencia de aquellas grandes producciones donde lo importante son los efectos especiales que nos permiten ver la devastación a gran escala, en otras palabras, que nos permiten ver al mundo derrumbarse, la película de Michel Grau se centra en los personajes y su mundo interno que se viene abajo junto con el edificio. Lejos de querer importar una fórmula que funciona para una cinematografía con ciertos presupuestos, tanto económicos como estéticos, 7:19 explota la calidad de sus actores para lograr una película angustiante, con lapsos de franca risa y momentos estrujantes.

“Se nos vino encima; se nos vino todo el edificio encima”, dice entre risas histéricas el licenciado Fernando. Ese edificio, ese mundo donde él estaba en la cima y los demás le debían respeto, ha caído por su propio peso evidenciando la verdad: todos los seres humanos sangramos del mismo color, todos nos rompemos igual si una viga nos cae en la espalda, todos estamos igual de indefensos ante los movimientos telúricos de la naturaleza. La catástrofe trastoca la espacialidad y la ubicación, desvanece las jerarquías: ya no hay arriba, ya no hay abajo, sólo hay un caos de consecuencias aplastantes. Conserje y licenciado, inermes ante el derrumbe, recuerdan la danza de la muerte medieval donde obispo y labrador, trovador y caballero, eran invitados sin distinción al baile macabro.

La película, más que intentar una reconstrucción histórica de los sucesos de septiembre de 1985, los toma como punto de partida para hacer la metáfora de un país que se derrumba por estar construido con cimientos chafas, de bajo costo, colocados bajo la premisa de beneficiar a unos para joder a otros, en pocas palabras, unos cimientos corruptos.

Entre los escombros, el licenciado le exige absurdamente al conserje que le siga dando trato de “señor”. En esas estamos: mientras este pequeño mundo llamado México se nos cae encima, nuestros malos gobernantes pretenden mantener sus privilegios. Ellos y sus antecesores, responsables en gran medida de esos cimientos chafas que están provocando el derrumbe, no se dan cuenta de que cuando el mundo se nos venga encima (y no parece faltar mucho), nos aplastará a todos por igual.