Opinión
Con la muerte al acecho

Danner González @dannerglez

Danner González
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En 2009, Terry Gould escribió el libro Matar a un periodista. El peligroso oficio de informar. Ese mismo año su trabajo ganó el Premio Tarah Singh Hayer al Mejor Libro en Defensa de la Libertad de Expresión y el Premio al Mejor Libro de No Ficción.

Casi tres cuartas partes de los más de 800 periodistas que murieron de 1992 a 2009 fueron previamente elegidos como objetivos y luego asesinados, sostiene. El 90% eran periodistas locales.

Es fácil ser valiente desde una distancia prudente, reconoce Gould para hablar del periodismo como un acto de valor y preguntarse por qué siguieron investigando y denunciando después de ser amenazados. “La mejor forma de comprender sus motivos es reconocer el alcance de la corrupción y la violencia en sus países”, escribe. Los periodistas de sus historias vivían en Colombia, Rusia, Irak, Bangladesh o Filipinas, y aunque al final de su investigación advierte que la violencia contra periodistas crece en países como México o Sri Lanka, no vislumbra la dimensión a la que escaló el fenómeno unos años después en territorios como Sinaloa, Veracruz, Guerrero o la Ciudad de México.

En abril de 2015, como diputado federal urgí a la Cámara de Diputados a atender el tema: 102 periodistas mexicanos fueron asesinados de 2000 a 2014, 16 de ellos en Veracruz. Y aunque el Congreso exhortó al gobierno estatal para esclarecer los asesinatos, proteger a los periodistas y pagar indemnizaciones a los familiares de las víctimas, nada cambió.

En julio de ese mismo año, Javier Duarte dijo en una reunión con periodistas veracruzanos: “Pórtense bien. Vamos a sacudir el árbol y se van a caer muchas manzanas podridas”. Ante amenazas, Rubén Espinosa Becerril, fotorreportero, había tenido que huir de Veracruz, como muchos otros periodistas, para refugiarse en el anonimato de la capital. La muerte lo alcanzó el 31 de julio.

El 1 de agosto demandé en la tribuna de la Comisión Permanente del Congreso de la Unión que se esclareciera el multihomicidio y se abrieran dos vías de investigación: una por la muerte del periodista y otra por los feminicidios perpetrados. En mi intervención me referí a los hombres huecos, sin esperanza, de los que Thomas Stearns Elliot escribió. La respuesta tomó forma de reclamo en voz de David Penchyna, senador del PRI: “¿Venir aquí a pedir justicia con frases de poeta?” Preguntó con sorna.

Respondí lo que claramente el senador no sabía, que frente a la muerte, la poesía es vida. Una vez más no pasó nada.

La muerte violenta se nos ha vuelto costumbre. Todos los días periodistas mexicanos son desplazados internos de una guerra sin cuartel que se explica en la connivencia de la corrupción y la impunidad. De ellos, 250 han solicitado asilo en Estados Unidos porque aquí “se acabaron los escondites”.

Este año, días antes de caer asesinado, Javier Valdez escribió un texto sobre Miroslava Breach, ultimada en Chihuahua, para una antología que en breve será publicada, Periodismo escrito con sangre. “Uno dice, fue allá, en Chihuahua. Pero no, en realidad fue aquí, cerquita, a centímetros de estos dedos que escriben, de esos ojos que leen periódicos, de esas historias que sin los periodistas no sabríamos. Si muere Miros, morimos nosotros también”. Ya no alcanzó a ver publicado su texto.

¿Sirvieron las muertes de quienes eligieron no callar su verdad con la esperanza de que algo cambie? ¿Implicarán las y los caídos el nacimiento de una clase de ciudadanos que exija sin miedo sus derechos? ¿Quién hablará por nosotros?

Al tiempo de escribir este texto, en Hueyapan, Veracruz, ha caído Cándido Ríos, el segundo periodista en lo que va de la reciente administración estatal. Sobre su ataúd colocaron unos zapatos gastados para no olvidar que todos los días recorría las calles a pie, buscando sus historias. No tenía grandes ingresos, y es probable que cobrara por nota publicada. Aún así, siguió desandando su camino hasta el final, con la muerte a la espalda.