En el Llano
LA FIESTA DE LAS BALAS

Luis Gutiérrez Rodríguez

Luis Gutiérrez Rodríguez

Carmen Aristegui también  merece que le pidan perdón

Al general villista Rodolfo Fierro lo apodaban “El Carnicero” porque le gustaba matar. A su paso por la Revolución, Fierro sembró muerte y terror. Los asesinatos que cometió, cobijado en la turbulencia revolucionaria, nunca fueron castigados. Murió ahogado, con su cabalgadura, el 13 de octubre de 1915 en la Laguna de Guzmán, Chihuahua.

En un pasaje conmovedor de “El Águila y la serpiente”, el escritor Martín Luis Guzmán describe cómo “El carnicero” mata fríamente, con su revólver, a 300 prisioneros. Un asistente sentado sobre un sarape abastece de balas a Fierro mientras el general ordena que dejen salir de un corral, uno a uno, a los condenados a muerte.
Aunque ficticio, el genio de Martín Luis Guzmán pincela magistralmente en ese pasaje al asesino revolucionario que en la vida real fue Rodolfo Fierro. En “El Águila y la serpiente”, el episodio se tituló “La fiesta de las balas”. Conservó ese nombre después, ya convertido en libro.
En varios sentidos, los habitantes de amplias regiones de México, incluso estados completos, viven hoy la fiesta de las balas. Lo grave y peligroso es que no se trata solamente de un sicópata asesino, sino de muchos otros asesinos cobijados, emboscados, aun protegidos y solapados en los diferentes niveles del poder, incluido el formidable poder alcanzado por el crimen organizado.

En los pueblos de provincia, la gente suele advertir rápidamente la llegada de forasteros de mala calaña. La invasión no es tan silenciosa; por el contrario, en poco tiempo se convierte en miedo, en escandaloso susurro de angustia. Porque de pronto el maestro, el padre de familia, los trabajadores, los comerciantes, el cura, las mujeres en el mercado y los reporteros locales, identifican y señalan el mal: “Ése es de los que roban gasolina, aquél exige cuotas, el otro pertenece a una banda de secuestradores, éstos son sicarios llegados del norte, ese comandante los protege, a este policía lo tienen comprado…”.
Todo el pueblo lo sabe… menos la autoridad obligada a velar por la seguridad, la tranquilidad y el bienestar. Por omisión o interés, opta por ser cómplice. Por fingir que no sabe nada. Por voltear hacia el lado contrario de la indignación social. Y en muchos casos, se atreve a imponer silencio por la vía del miedo y del terror. Es fácil: inventa culpables, encarcela inocentes…

Mientras tanto, la delincuencia protegida, impune, en muchos casos asociada a cuerpos de seguridad pública, hace de las suyas. Da rienda suelta a su gusto por matar… y mata. Uno, diez, cien Rodolfo Fierro imponen su propia fiesta de las balas, a sabiendas de que tienen a quien se ocupe de recargarles las armas.

Carmen Aristegui y su muy profesional equipo de reporteros investigadores, también merecen que les pidan perdón.