Julio Cortázar y su tarea de romper el ladrillo

Arturo Sánchez Meyer

Arturo Sánchez Meyer @meyerarturo

Aquel domingo de 1984 acababa de instalarme en mi escritorio para escribir un artículo, cuando sonó el teléfono. Hice algo que ya entonces no hacía nunca: levantar el auricular. <<Julio Cortázar ha muerto –ordenó la voz del periodista–. Dícteme su
comentario>>. Pensé en un verso de Vallejo –<<Español de pura bestia>>– y, balbuceando, le obedecí […] Hacía tiempo que no sabía de él. No sospechaba ni su larga enfermedad ni su dolorosa agonía. Pero me alegró saber que Aurora había estado a su lado en esos últimos meses y que, gracias a ella, tuvo un entierro sobrio”.

La cita anterior pertenece al Nobel de Literatura Mario Vargas Llosa, quien en el prólogo de los cuentos completos de Julio Cortázar (1914-1984), editados por el sello Alfaguara, recuerda la noticia de la muerte del que considera un maestro de la literatura y con quien, al igual que con Gabriel García Márquez, Carlos Fuentes, Macedonio Fernández y Augusto Roa Bastos, entre varios otros, compartió letras e ideas dentro del llamado Boom Latinoamericano (un fenómeno literario y editorial ocurrido entre los años 60 y 70).

“Creo que he leído todos lo libros publicados por Julio”, escribió el poeta uruguayo Mario Benedetti, “Por supuesto, unos me gustan más que otros, pero no he encontrado ninguno que carezca de ese toque esencial que compensa con creces la lectura. Julio tiene el don de narrar, de inventar historias, de sorprendernos, de dejarnos en vilo”.

Y es que en el caso de Cortázar, forma y fondo se unen para dar paso a una literatura fresca, inteligente, divertida, llena de juegos y recovecos. Julio sabía muy bien que: “Las palabras nunca alcanzan cuando lo que hay que decir desborda el alma”.

Para el autor de 62 Modelo para armar, el lector no debía ser un mero espectador de los hechos narrados, un receptor ajeno a la historia que leía; tenía que participar, acercarse, comprometerse y arriesgarse casi tanto como el escritor mismo. La literatura, en la concepción del novelista y cuentista argentino, no debía ser un territorio seguro para nadie; su tarea, su compromiso social era “ablandar el ladrillo”, romper la burbuja en la que vivimos ausentes. “La tarea de ablandar el ladrillo todos los días, la tarea de abrirse paso en la masa pegajosa que se proclama mundo, cada mañana topar con el paralelepípedo de nombre repugnante, con la satisfacción perruna de que todo esté en su sitio, la misma mujer al lado, los mismos zapatos, el mismo sabor de la misma pasta dentífrica, la misma tristeza de las casas de enfrente, del sucio tablero de ventanas de tiempo con su letrero ‘Hotel de Belgique’ […] Solamente vendrá lo que tienes preparado y resuelto, el triste reflejo de tu esperanza, ese mono que se rasca sobre una mesa y tiembla de frío. Rómpele la cabeza a ese mono, corre desde el centro hacia la pared y ábrete paso”.

Para abrirse paso en “la masa pegajosa que se proclama mundo”, Cortázar no solo acudió a la literatura, se comprometió como un verdadero militante de la izquierda, apoyó la revolución cubana, la guerrilla en Nicaragua, lamentó y se ocupó, desde su trinchera, de las injusticias que ocurrían en todos los países latinoamericanos oprimidos por las dictaduras militares. El autor de Historias de Cronopios y de Famas, se involucró de lleno en estas batallas, tanto, que muchas veces sus compromisos como activista consumían el tiempo de su preciada escritura.

“Recuerdo que alguna vez me dijo, medio ansioso y medio enternecido”, escribe Mario Benedetti rememorando las palabras de Cortázar cuando ambos trabajaban en el Comité de Colaboración de la revista Casa de las Américas: “¿Viste? nos llaman porque somos escritores y como tales nuestra palabra puede tener algún eco, y luego nos dan tanto trabajo que no nos dejan seguir escribiendo”.

Sin embargo Julio Cortázar escribió incansablemente, además de Rayuela (1963), que es sin duda su obra cumbre (una novela dentro de muchas novelas), cuentos fantásticos como: “Casa tomada”, “La noche boca arriba”, “El perseguidor”, entre muchos otros más, confirmaron la calidad literaria y la pluma privilegiada del escritor argentino-francés y dejaron de manifiesto, una vez más, que las ideologías políticas y los credos personales pasan a segundo plano cuando se trata de crear una obra de arte que perdure. Así lo entiende también el escritor Jorge Luis Borges cuando se refiere a Cortázar.

“Nos vimos creo que dos o tres veces en la vida y, desde entonces, él está en París, yo estoy en Buenos Aires; creo que profesamos credos políticos bastante distintos: pero pienso que, al fin y al cabo, las opiniones son lo más superficial que hay en alguien; y, además, a mí los cuentos fantásticos de Cortázar me gustan”. Explica Borges, quien fue también la primera persona que publicó un cuento de Cortázar en Argentina: “Ese cuento, ahora justamente famoso, era el que se titula ‘Casa tomada’ -agrega Borges-. Esa circunstancia me honra”.

Internarse en las páginas escritas por Julio Cortázar es entrar en la mente de un niño enorme (cuando el autor de Bestiario murió medía casi dos metros a causa del gigantismo que padecía), cuya imaginación y sentido lúdico deslumbran a quien tenga la sensibilidad necesaria para entenderlos. Cortázar se tomó la literatura tan en serio, que se dio cuenta que la mejor manera de expresarla y de compartirla con sus lectores era no dejar jamás de jugar con ella; es por ello que no le parecía nada del otro mundo vomitar de vez en cuando un conejito, como lo narra en el cuento “Carta a una señorita en París”, donde al protagonista le prestan un departamento y éste lo llena de conejos porque :“no es culpa mía si de cuando en cuando vomito un conejito”, declara con tanta seguridad quien habita las páginas de esta historia, que uno se pregunta si realmente será que vomitar conejos no es algo tan raro.