Franz Kafka, a prueba de vida

Arturo Sánchez Meyer

Arturo Sánchez Meyer

“Una mañana, después de un sueño intranquilo, Gregorio Samsa se despertó convertido en un monstruoso insecto. Estaba echado de espaldas sobre un duro caparazón y, al levantar la cabeza, vio su vientre convexo y oscuro, surcado por curvadas callosidades sobre el que casi no se aguantaba la colcha, que estaba a punto de resbalar hasta el suelo”.

La cita anterior es uno de los más celebres e insólitos inicios de una novela en la historia de literatura universal. El libro: La Metamorfosis; su autor: Franz Kafka (3 de julio de 1883 – 3 de junio de 1924). Esta obra es, sin duda, la más famosa del autor checo, tal vez por su contundencia y brevedad o por la manera en que golpea la imaginación del lector, desde el primer párrafo hasta el último. El mismo Kafka afirmó que las grandes obras tienen que ser así: “Si el libro que leemos no nos despierta de un puñetazo en el cráneo, ¿para qué leerlo?[…] Un libro tiene que ser un hacha que rompa el mar de hielo que llevamos dentro”.

Sin embrago, aunque Kafka murió joven a causa de tuberculosis, no fue, ni por asomo, un hombre de un sólo libro: sus textos (la mayor parte de ellos publicados post mortem y en contra de las instrucciones precisas de Franz, quien había pedido que se quemaran todos sus manuscritos) resultan de una calidad literaria que muy pocos escritores han logrado conseguir.

“A partir de cierto punto en adelante ya no hay regreso. Ese es el punto que hay que alcanzar”, escribió alguna vez Franz Kafka, y como si sus palabras fueran una flauta mágica, la vida siguió su designio, atosigando y a veces hasta martirizando al autor de El Castillo. Para la familia de Kafka, sobre todo para su padre, la literatura era una distracción menor, así que Franz se doctoró en Derecho y consiguió trabajo en la Compañía de Seguros de Accidentes Laborales del Reino de Bohemia, donde permaneció como empleado hasta dos años antes de su muerte.

El escritor checo fue siempre un trabajador ejemplar, tenía un gran sentido de la responsabilidad que a veces rayaba en lo absurdo de la rutina. Tal vez por ello, en La Metamorfosis, a Gregorio Samsa le causa mayor preocupación haber dormido de más por primera vez en la vida que despertar con la apariencia de un insecto enorme y repulsivo. Mientras durante el día ponía su esmero en el trabajo de funcionario público que tanto le desagradaba, por las noches Kafka se dedicaba a escribir, hasta que empezó a padecer Surmenage, una enfermedad conocida ahora como Burnout o Síndrome de fatiga crónica, la cual es generada por el organismo como una respuesta prolongada al estrés.

“Tuve durante la noche un verdadero ataque de locura, no lograba dominar mis ideas, todo se disolvía hasta que, en medio de mi máxima angustia, vino en mi ayuda la figura de un sombrero negro como de comandante napoleónico, que se apoyó sobre mi conciencia y la mantuvo apretada con fuerza. Mientras tanto el corazón me latía magníficamente, luego tiré la frazada, aun cuando la ventana estuviera abierta de par en par y la noche estuviese bastante fresca”, le escribió Franz Kafka a su prometida, Felice Bauer, en 1913.

La disciplina feroz del autor de El Proceso, lo llevaba a pasar muchas noches en vela para dedicarlas a su más grande y verdadera pasión: la escritura. Se debatía todo el tiempo tratando de resolver su eterno dilema: ganarse la vida o vivirla. Servir a dos amos, sobre todo a uno tan celoso como la literatura, lo llevó a sufrir constantes problemas de salud, mismos que jamás lograron minar su voluntad. En el caso de Kafka se puede afirmar que, literalmente, se mataba trabajando.

“De 8.30 a 14.30 horas, trabajo de oficina en la aseguradora; regreso a casa; comida hasta las 15.30; siesta hasta las 19.30; gimnasia; acompañar a la familia durante la cena, en la que casi no probé bocado y sólo picoteaba frutos secos; a las 23 comienzo de la jornada de escritura; dependiendo de la ‘fuerza, inspiración y suerte’, puede terminar entre las 3 y las 6 de madrugada; algo más de gimnasia; a las 6, desayuno; a las 8, salida hacia la oficina”, le escribe Franz a Felice en otra carta.

En el caso de Kafka, intentar trasladar su vida personal a su obra es algo casi irresistible y que ha suscitado encendidos debates entre quienes defienden que lo único que importa es la maestría y la renovación que trajo al mundo de las letras el mejor de los exponentes de la escuela de Praga, y entre sus opositores, quienes aseguran que no se puede entender a Gregorio Samsa sin tener en la otra mano un libro sobre la vida de Franz Kafka.

“Según algunos biógrafos, Kafka padecía un trastorno de la personalidad —que nunca fue diagnosticado—. Uno de los efectos era la sensación de ser una persona física e intelectualmente repulsiva para los demás, impresión alucinada, ya que los testimonios de quienes le trataron dibujan una personalidad animosa, con seco sentido del humor y gran inteligencia”, escribió José Ángel González en un artículo titulado: “Radiografía de Franz Kafka, la fiera que murió de hambre”. Aunque el autor de Carta al padre parecía no tomar muy en serio la psicología o por lo menos el psicoanálisis, al que consideraba un “irremediable error”.

Adelantado a su tiempo, con una imaginación y una pluma inagotables, amante de Praga y de sus calles, tal vez el principal martirio de Kafka fue (al igual que el de muchos otros grandes maestros de la literatura) no poder dedicarse exclusivamente a lo que hacía mejor: escribir. No poder encerrarse en una cueva con una lámpara y que le dejaran la comida en la puerta, como lo describió él mismo en una de sus cartas; esa era su fórmula de la felicidad. Es probable, como aseguran algunos, que movido por esta frustración terminó quemando el 90 por ciento de sus textos en arranques de furia.
Jorge Luis Borges se declaró: “un tardío y agradecido discípulo de Kafka”; Vladimir Nabokov lo describió como: “El escritor alemán más grande de nuestro tiempo. A su lado, poetas como Rilke o novelistas como Thomas Mann son enanos o santos de escayola”. Sin embargo, Franz Kafka, siempre lacónico, escribió sus propios diez mandamientos, y con el sexto parece haber definido su vida: “Conócete a ti mismo no quiere decir: obsérvate. Obsérvate es la frase de la serpiente. Quiere decir: hazte dueño de tus actos. Ahora bien, eso ya lo haces, eres dueño de tus actos. De modo que esa frase significa: ¡desconócete! ¡destrúyete! para que te conviertas en quien realmente eres”.