Terrorismo: El enemigo sin forma

Es una violencia que atemoriza y resulta impredecible, lo mismo en su objetivo que en su magnitud

Guillermo Rocha Lira

Los atentados terroristas en París provocaron la condena de la comunidad internacional, así como reacciones políticas y económicas significativas de distintos actores en el mundo. El terrorismo internacional es un tema de análisis cada vez más frecuente que adquirió un nuevo significado desde los atentados del 11 de septiembre del 2001 en Estados Unidos.

El terrorismo utiliza el miedo colectivo para alcanzar sus fines. La proliferación de grupos terroristas y la modernización de sus métodos evolucionó sin alterar sus constantes: miedo y violencia. Paul Wilkson en su libro Terrorismo político afirma que no es sólo un fenómeno social, sino también histórico, que se transforma. Para el autor “es un hecho de violencia que se le puede ver durante toda la historia (conquistas, guerras) con sus más variadas formas de expresión y crueldad”. El pánico es considerado un miedo sin fundamento, descontrolado, mientras que el terror, que viene del latín  terreo, está asociado a un temor total, irracional e incontrolable, utilizado en la antigüedad por los romanos para demostrar un miedo genuino y “ejemplar” que iba más allá de lo racional.

Pocos autores como Fernando Escalante han dedicado tanto esfuerzo para comprender esta problemática. En su libro La política del terror: apuntes para una teoría del terrorismo, explica que este fenómeno busca “transgredir los límites de lo normal y el caos”.  El éxito del terrorismo radica en su capacidad de romper el orden racional de una sociedad acostumbrada a la violencia, pero que con una demostración de “terror” difundida y amplificada por los medios de comunicación, se desborda al caos, o como Escalante lo afirma: “es una violencia que atemoriza, que resulta impredecible lo mismo en su objetivo que en su magnitud”. Noam Chomsky amplía la definición de Escalante cuando afirma que “el terror es el uso calculado de la violencia o la amenaza del uso de la violencia para alcanzar objetivos ideológicos, políticos o religiosos a través de la intimidación, la coerción o el miedo”.  El terror existe y la amenaza es permanente.

Existe la creencia equivocada de que el terrorismo es una problemática moderna. Este fenómeno se presenta en los primeros gobiernos de la humanidad vinculado a las guerras civiles y  asociado  en la época antigua al regicidio y el tiranicidio.

Después de la Revolución Francesa, la idea del terrorismo asociado a la revolución se exportó a otros países que empezaron a formar sus propias células terroristas y cuyos actos incitaban a la rebelión contra sectores más poderosos como la nobleza, y en menor medida contra el ejército y el clero.  Después del fracaso de las revoluciones de 1848, la vía terrorista se volvió más popular.

Probablemente el atentado terrorista más destacado en la historia haya sido el que quitó la vida al Archiduque Francisco Fernando de Austria-Hungría, y que a la postre desencadenaría la Primera Guerra Mundial. Otro caso reconocido es el de la asociación rusa Zemlya y Volya que posteriormente dio origen al grupo terrorista Narodnaya Volya (La voluntad del pueblo), que llevó a cabo sus ataques más radicales desde 1879 y cuyo mayor logro fue el asesinato del zar Alejandro I en 1881. En el Siglo XX, la modernización del armamento y la bipolaridad de la Guerra Fría provocó que los grupos terroristas proliferaran en todas las regiones del mundo.

La mayoría de los grupos terroristas tienen su origen en países subdesarrollados o en vías de desarrollo. El terrorismo surge como alternativa violenta de acción por parte de grupos insurgentes y revolucionarios para incidir en el cambio político de sus países o como acción unilateral de resistencia frente a regímenes autoritarios y potencias colonizadoras.

La línea entre terrorismo y revolución es muy delgada. Muchos de los grupos guerrilleros, revolucionarios o insurgentes utilizaron tácticas terroristas para alcanzar sus fines, como Baader Meinhoff en la República Federal Alemana, el Ejército Rojo Japonés, el Khmer Rojo en Camboya, el Movimiento Revolucionario Tupac Amaru en Perú y las FARC en Colombia, por mencionar algunos.

Todos los grupos terroristas cuentan con una base ideológica que no necesariamente tiene que ser religiosa. Existen grupos terroristas de orientación nacionalista cuyo objetivo es la independencia o la conformación de un estado nacional, como en los casos de ETA en España y los Tigres Tamiles en Sri Lanka. También existen grupos más complejos de orientación nacionalista-religiosa, como el ERI en Irlanda, el Frente de Liberación Palestina, Hezbolla en Medio Oriente, Al-Jihad en Egipto y Lashkar e Taiba en Pakistán. Finalmente están aquellos grupos de sentido estrictamente religioso como Al-Qaeda, Hamas y recientemente el Estado Islámico (ISIS) que pretenden establecer califatos modernos.

En el siglo XIX dominaron los grupos terroristas con causas revolucionarias o nacionalistas. En el Siglo XXI predominan las organizaciones fundamentalistas religiosas por encima de los grupos nacionalistas-revolucionarios.

El impacto de los ataques terroristas no sería el mismo sin las redes sociales y los medios de comunicación, pieza clave en el pánico generalizado para amplificar el mensaje de “terror”. Sin ellos, los atentados se quedarían en un ámbito local y serían imperceptibles para la sociedad y la opinión pública mundial. Sólo bastaría revisar las publicaciones e impactos en redes sociales sobre los atentados en París el 17 de noviembre en comparación con los de Beirut el 12 del mismo mes. Los medios de comunicación y las redes sociales sí han alterado la percepción moderna del terrorismo desde la propagación del miedo, hasta su internacionalización. Ya sea como testigos y críticos, hasta como incitadores de violencia, tienen un papel fundamental para que la opinión pública apoye, comprenda, o desapruebe los actos terroristas. El miedo se multiplica, se difunde, se distorsiona y se convierte en parte de la sociedad.

En las últimas semanas, diversos medios de comunicación nacionales e internacionales publicaron sobre la posibilidad de una “Tercera Guerra Mundial” como consecuencia del caos internacional y de las reacciones de países como Francia y Rusia después de los atentados. Este escenario, más alarmista, que real, es erróneo desde su conceptualización, porque la lucha antiterrorista es en realidad una Guerra de Baja Intensidad (GBI). Esta forma de conflicto es considerada como una forma de guerra no convencional, consolidada en los últimos años de la Guerra Fría y principios del Siglo XXI.

Es preciso aclarar que el origen de este concepto puede ubicarse en la política de intervención de EUA durante la Guerra Fría frente a gobiernos inestables o grupos que no necesariamente requerían una intervención militar directa. Después del  fracaso de la guerra de Vietnam, Estados Unidos tuvo la necesidad de hacer cambios en su estrategia de seguridad nacional para afrontar a enemigos no convencionales como grupos guerrilleros, movimientos insurgentes, guerras civiles, crimen organizado y terrorismo. La GBI se probó contra grupos guerrilleros en América Latina como El Salvador y Nicaragua, y en Asia en Filipinas, Camboya y Afganistán.

Michael T.Klare y Meter Kornbluch en su libro Contrainsurgencia, proinsurgencia y antiterrorismo en los 80: El arte de la guerra de baja intensidad, consideran que la GBI no sólo significaba una categoría especializada de lucha armada, sino que también representaba una reorientación estratégica de los conceptos dominantes en materia militar, y el compromiso renovado de emplear la fuerza en el marco de una cruzada global de los gobiernos y movimientos revolucionarios del tercer mundo. Asimismo, esta nueva doctrina estadounidense rompía con la postura pasiva de “disuasión” de otras administraciones, a partir de la cual EUA debía “tomar la ofensiva” en contra de aquellas amenazas externas que ponen en peligro su seguridad.

La complejidad de la sociedad internacional ha provocado que las amenazas a la seguridad nacional y mundial sean muy difusas e incluso se encuentren dispersas en distintas zonas geográficas, como en el caso del Estado Islámico (ISIS). El gran cambio de la GBI no sólo se compone de la acción militar directa, sino que otorga gran importancia a formas no tradicionales de coerción (económica, diplomática, política, psicológica y paramilitar) muy útiles para afrontar amenazas que pueden confundirse con la población civil. El ex secretario de las Fuerzas Armadas, John Marsh afirmaba: “Debido a que las raíces de estos movimientos no son militares, tampoco puede ser meramente militar nuestra respuesta”. De esta forma, para que la GBI sea exitosa, debe apoyarse en otras actividades de carácter no militar en proyectos que permitían minimizar al enemigo desde la población civil.

La GBI ha tenido resultados parciales:  ha logrado el desmantelamiento y reducción de la capacidad de determinados grupos terroristas, como en el caso del ERI en Irlanda que prácticamente ha desaparecido, y otros como la OLP se han visto obligados a modificar su organización y objetivos. La vida de estas organizaciones es muy efímera: hace una década, Al-Qaeda era considerado como la principal amenaza a la seguridad internacional, hoy es un peligro menor frente a ISIS.

Desde el punto de vista del Derecho Internacional Público, no puede concebirse una “Tercera Guerra Mundial” porque una guerra sólo involucra a dos o más Estados en conflicto. La lucha con ISIS y grupos terroristas es en realidad una guerra no convencional de baja intensidad. Sin embargo, las acciones militares llevadas a cabo en las últimas semanas podrían derivar fácilmente en una guerra de mediana intensidad entre los países que pertenecen a una zona históricamente inestable.

¿Cómo distinguir al terrorismo del crimen organizado en los Estados nacionales? Norberto Bobbio expone que los grupos terroristas tienen al menos tres características. En primer lugar su estrategia es planeada, elaborada y llevada a cabo por un grupo ideológicamente homogéneo, que lleva a cabo su lucha clandestinamente. Realiza acciones demostrativas que buscan “aterrorizar” a la sociedad para evidenciar la vulnerabilidad del Estado-nación y demostrar que el éxito del atentado es el resultado de una sólida organización.

La integración de los individuos a grupos terroristas puede ser forzosa, por la presión de familiar, de la comunidad o grupo social, pero en general los individuos deciden integrarse de forma voluntaria por razones sociales o psicológicas. La desigualdad en regímenes autoritarios y dictaduras militares ha empujado a la sociedad hacia ideologías radicales y acciones extremas de lucha y resistencia.

Sin embargo, como lo menciona Jon Elster,  los factores de inestabilidad y falta de oportunidades tienen una causal limitada para entender al terrorista, ya que la mayoría de los atacantes suicidas suelen estar por encima del promedio socioeconómico y profesional de la población general. Según el autor, “los atentados suicidas ocurren con mayor frecuencia en sociedades pobres y analfabetas pero son llevados a cabo por los miembros más prósperos y en algunas ocasiones más educados que la media estadística de la sociedad”.

Una característica común de los grupos terroristas es que tienen causas como “grupo anti-sistema”. La gran mayoría está en desacuerdo con el “orden mundial establecido”, y por su lugar de origen (tercer mundo) encabezan causas  “antioccidentales y antiyanquis”.

La capacidad de ataque y organización de los grupos terroristas está determinada por los recursos económicos y financieros que tenga. El crecimiento y potencialidad de terror de cada organización depende directamente del financiamiento que tenga, o como lo dice Mario Núñez en su libro Entre terroristas: una política exterior para el mundo:  “a mayor número de sofisticación de los atentados, serán mayores las exigencias de recursos, cuadros militantes, cuadros técnicos, aliados financieros del crimen organizado, aliados militares e información de inteligencia”. Esta dinámica evidencia una relación perversa de los gobiernos que financian a grupos terroristas para fines políticos, económicos y militares. Sirva el caso de Al-Qaeda para demostrar cómo una organización terrorista puede tener múltiples fuentes de financiamiento por parte de países de la región y adiestramiento para su formación como grupo contrainsurgente por parte de Estados Unidos.

Extremos llaman a extremos. Los bombardeos que realizaron Francia y Rusia tras los atentados polarizaron la opinión pública mundial. Las acciones preventivas de los gobiernos se reorientan cada vez más a la intervención militar directa. Se ha privilegiado el hardpower por encima del softpower y otras estrategias de distención.

Existe una dinámica perversa entre el Estado y el terrorismo: la representación dialéctica entre orden y “caos absoluto”. El discurso del orden gubernamental también necesita del miedo para justificar su postura, sus métodos y hasta sus medidas más radicales.  Con el fin de mantener la seguridad y el “orden”, el Estado pasa por encima de las libertades individuales y sociales e impone medidas extremas que contravienen los derechos humanos.

Frente a la amenaza terrorista, el Estado lleva a cabo una acción igual o más violenta que los mismos atentados que garanticen la eliminación de su enemigo. Esta amenaza puede ser real, inventada o creada por el aparato estatal para justificar sus fines. Esto quedó en evidencia en el 2003, cuando la Guerra Preventiva de EUA derivó en la invasión de Iraq, pese a que en ningún momento se comprobó el uso de armas químicas y de destrucción masiva.

Ataques terroristas, acciones preventivas y guerras de baja intensidad sólo pueden derivar en el triunfo de la muerte y la violencia recíproca.