Jacobo por Jacobo

El 5 de diciembre de 2013, Movimiento Ciudadano otorgó la medalla Benito Juárez al Mérito Ciudadano, al periodista Jacobo Zabludovsky Kraveski. Se reconoció así la ejemplar trayectoria de un extraordinario maestro de generaciones de buenos reporteros, comunicador sin par e impulsor del arte y la cultura, siempre al servicio de nuestro país.
A manera de homenaje a este gran reportero (prefería que le llamaran así), quien lamentablemente falleció el pasado 3 de julio, publicamos en este espacio fragmentos del discurso que Jacobo Zabludovsky leyó en la tribuna de la Cámara de Diputados al recibir la medalla “Eduardo Neri y legisladores de 1913”, el día 30 de abril de 2013.

Esta mañana no vengo a otra cosa más que a dar las gracias.

Recibo hoy la más alta distinción a que puede aspirar un mexicano: una medalla con que se honra la valentía y el patriotismo de Eduardo Neri, quien, hace un siglo, en esta tribuna donde hoy hablo con emoción, arriesgó la vida y perdió la libertad al pronunciar un discurso memorable de repudio a un usurpador. La medalla Eduardo Neri premia al ciudadano por sus hechos. Lo entiendo así y acudo a este recinto con el mayor respeto y humildad.

Antes de la imprenta los guardianes del saber y sus únicos usufructuarios eran los religiosos. Los dueños de la información, de la palabra culta y sus significados eran los monjes copistas que reproducían en el claustro los manuscritos sabios. Los dueños de la palabra vulgar eran los juglares placeros y los heraldos reales. Los religiosos devinieron poderosos del Medioevo, y los poderosos del Medioevo controlaban estrictamente la palabra del bufón o la proclama del heraldo.

Pero he aquí que Gutenberg saca de los claustros el conocimiento a golpes de imprenta. La posibilidad de la reproducción mecánica de las palabras modifica la perspectiva cultural y cambia fundamentalmente las estructuras del poder. El libro, primero, el periódico después y, últimamente, los medios electrónicos pulverizan el poder tradicional al diseminar la voz. Cuando los significados de las palabras son fijados por quienes usan de ellas; cuando las masas y los pueblos acceden a una mayor información, se empieza a dar cuerpo al bello sueño que llamamos democracia. En efecto, se mantiene relación entre poder y palabra, pero cambia un poco el sentido de su movimiento. Quien ejerce la palabra y le da significados, el pueblo, tiene derecho a ejercer el poder.

Sistemas como Twitter y Facebook abren el acceso gratuito y libre a millones de personas que al usarlos sin límite establecen un contrapeso benéfico, a pesar de los excesos, frente a los medios tradicionales de información. Quiero darles las gracias como practicante de un oficio.

Quien diga que México no ha cambiado no conoce nuestra historia, ni siquiera la más reciente. El cambio va de la mano del tiempo, es innegable y esta ceremonia solemne es prueba fehaciente: se premia a un periodista sin otro mérito que haber ejercido el oficio durante siete décadas en que hemos transitado de los controles absolutos a la libertad irrestricta, de la que incluso se puede abusar cuando el derecho a la libre expresión se interpreta como patente de impunidad para difamar. Aun así, a pesar de los excesos, es preferible la multiplicación de las opiniones que la más leve restricción al derecho de publicarlas. No hay duda: en este México nuevo se vive mejor la libertad.

Gracias a nuestra tierra. La labor personal y profesional que en esta ceremonia solemne se premia habría sido imposible sin el abrigo de un México que abrió sus puertas a una familia deseosa sólo de vivir sin miedo. Sin dinero, con idioma distinto, con otra religión y sin oficio, mi padre fue vendedor de retazos de tela por kilo. Un año antes de la edad mínima me inscribió en la escuela que reunía tres cualidades: gratuita, popular y laica, y una ventaja: era la más cercana: la Escuela Primaria República del Perú que, en la misma manzana de nuestra vecindad, colindaba con la Secundaria Uno. Recuerdo esos nueve años con alegría por el empeño de los maestros en lograr que fuéramos felices en las aulas. Lo lograron y aprendimos contentos. De ahí pasé, hace 70 años, a la Universidad Nacional Autónoma de México por las puertas de la Escuela Nacional Preparatoria, frente a la Facultad de Derecho en San Ildefonso. Desde entonces la Universidad fue mi casa y nunca he salido de ella. Ahí la fortuna me presentó a mi esposa. Ahí hallé la riqueza de las disciplinas humanísticas y supe el valor del tiempo entregado a la educación y la lectura.

Señores diputados, señoras y señores:

Para concluir mis palabras quisiera darle a este momento un tono de mayor intimidad, hallar en el fondo del corazón algunas ideas de estas últimas noches durante cuya lenta y difícil marcha, a veces en la soledad de la casa silenciosa, he querido comprender el significado profundo de la distinción, sus orígenes; el momento del país, mi vida intensa y larga, la historia de mis padres y el destino de mis generaciones.

Y en este tránsito del mundo informativo, como sucede con los diputados o cualquier otro hombre elegido por el voto, me he sometido a la calificación de los demás. Durante un tiempo cada 24 horas, por cierto.

No puedo olvidar aquí en este juego de malabares de mi vocación y mi destino, las manos trémulas y los pasos vacilantes de Jorge Luis Borges a quien escuché decir en voz murmurante estas líneas en las cuales quisiera retratarme:

Un hombre que ha aprendido a agradecer

las modestas limosnas de los días;

el sueño, la rutina, el sabor del agua…

Si yo pudiera hacer míos esos versos, les diría a todos ustedes el tamaño de mi agradecimiento.

Mi rutina ha sido el trabajo, el interminable y a veces fatigante y absurdo trabajo del reportero quien como Sísifo sube todos los días la piedra de la realidad, para verla caer en la mañana siguiente, cuando de nuevo está plana la llanura y altiva la montaña, para subir otra vez y otra más, día con día en el interminable rosario de los hechos que debemos recoger para entregarlos a los demás.

Porque el periodista, por encima de todo, necesita siempre pensar en los demás y por eso casi nunca tiene tiempo para la primera persona, excepto cuando —como lo hago yo ahora— reflexiona sobre sí mismo frente a seres cuya generosidad lo ha colmado.

He llegado a este punto de la vida después de parar en muchas estaciones. He visto la mudanza de los tiempos, el cambio de las costumbres, la decadencia de las sinfonolas y la apabullante mirada de las estrellas.

He sentido amor y dolor en mi trabajo. He visto muertos, he visto recién nacidos. He conocido héroes y tiranos. He visto revoluciones triunfantes y gobiernos de oprobio. He nacido mil veces en cada página del periódico y en cada lanzamiento al espacio y en cada cabina de radio y en muchos estudios de televisión.

No ha sido una vida vana; no al menos en el juicio de ustedes quienes hoy me recuerdan el mérito de mis afanes.

He conocido el mundo y he sentido el olor especioso de casi todos los mares y la nieve azul de algunas montañas y he mordido el jugoso durazno de tantas alegrías con mi compañera de toda la vida, Sarita, y mis hijos Jorge, Abraham y Diana, y mis cinco nietos, cinco nietas y el bisnieto, a quienes no menciono uno a uno pues podría parecer que estoy pasando lista en la escuela.

Hoy es una buena ocasión para la gratitud. La plena virtud del agradecimiento para ustedes, pero también y por encima de todo, a la vida misma y a ese ser multiforme, anónimo y ubicuo al cual llamaré el público. Los lectores, los radioescuchas, los televidentes. A todos ellos.

A la vida y a sus muchas oportunidades, a sus pruebas y a sus castigos, a su rigor y a su ternura.

Parece mentira, pero en este momento, a mis escasos 85 años de vida y mis 70 en el periodismo, veo que aún hay sol en las bardas y que todo cabe en dos simples sílabas: gracias.