Una Blancanieves muy cerca del redondel

Guillermo Revilla

Guillermo Revilla

Desde hace un tiempo, se ha registrado en el mundo del cine una marcada tendencia “nostálgica”, por llamarla de alguna manera.

Han aparecido, y gozado de un notable éxito, películas como La invención de Hugo Cabret (2011) y El artista (2011) que, toda proporción guardada y en sus muy particulares y diferentes estilos, comparten ciertas características: una apuesta visual osada, bella, fascinante, y un tema que es el cine en sí.

En otras palabras, hoy que la gran pantalla se ha vuelto superpoderosa, hoy que parece que no hay nada que el séptimo arte no pueda mostrar, éste utiliza todas sus herramientas y adelantos para hablar de sí mismo, para revisar su historia, para recordar su camino: “cine con nostalgia de cine”.

Pablo Berger, director de la película española Blancanieves (2012), afirmó en una entrevista que muchos directores tienen el sueño de hacer una película en blanco y negro, y que él había hecho la suya. He ahí la nostalgia del cineasta; pero Blancanieves no para ahí: la película, en varios detalles actorales, en varios encuadres, recuerda al expresionismo alemán, y por otro lado, tiene una atmósfera y unas imágenes oníricas (valga el fantasma de un gallo que aparece en todos los platos) que tienen una reminiscencia surrealista.

Formalmente, pues, es un estilo cargado de remembranza cinematográfica, puesto en juego de una manera muy efectiva, muy atractiva para los ojos del espectador, con un ritmo ágil y envolvente, muy bien acompañado por la música.

¿Y qué más nostálgico que poner todos estos elementos formales al servicio de un cuento tantas veces contado, tan conocido por muchas generaciones, como Blancanieves?

¿Y qué más nostálgico que enmarcar esta relectura del clásico de los Hermanos Grimm en el mundo de la tauromaquia en los años 20 españoles, cuando era un arte en todo su apogeo, cuando los toreros eran héroes populares y no practicantes de un oficio en franco peligro de extinción? septiembre2013

La mayoría de nosotros, gracias a la influencia del omnipresente Walt Disney, tenemos a Blancanieves por un cuento de hadas infantil. La versión de Berger es, en cierto sentido, un cuento de hadas, mas no es en absoluto infantil.

El mundo de los toros con su misticismo, su pasión, su sangre hirviente, su sensualidad y violencia, le da a la historia un giro muy interesante, que tal vez, con ciertos guiños satíricos como convertir al “Espejito, Espejito”, en una revista de sociales, acerca más el fondo de esta historia al de su texto original.

De hadas sí, porque los toros tienen mucho de superstición, de fantástico, de mágico; infantil no, porque la película revela, encuentra un lado siniestro en la historia que la vuelve mucho más violenta y perturbadora.

Al final, la madrastra malvada encuentra su destino tras la puerta de toriles (una danza mortal, aunque sin los zapatos de hierro incandescente -siniestra imagen- que proponen los Grimm), y la hermosa protagonista blanca como la nieve, roja como la sangre y negra como el ébano, encuentra a su príncipe y vive con él para siempre… si lo queremos ver así.