El informe Tendencias Globales de la Agencia de la Organización de las Naciones Unidas para Refugiados revela que en 2016 conflictos armados, inseguridad y persecución obligaron a 65.6 millones de seres humanos de todas las edades a abandonar sus hogares.
En promedio, 20 personas por minuto buscaron protección dentro de las fronteras de su país o en otros países. Unos 10 millones 300 mil personas se convirtieron en nuevos desplazados el año pasado. Las frías estadísticas arrojan un dato espeluznante: 51% del total de refugiados son niñas y niños menores de edad.
Los refugiados constituyen una vergüenza para la sociedad mundial, particularmente para los gobiernos que con indiferencia los tratan como una estadística más del mundo en vertiginoso desarrollo industrial y económico. “Daños colaterales” los llamaría la brutal lógica de usar violencia para combatir violencia, de acumular riquezas obscenas cuando centenares de millones de seres humanos están atrapados por la miseria y el hambre.
No es, no debe ser así. La humanidad entera discurre hoy por senderos de sobrevivencia, difíciles de advertir por quienes llegan a gobernar sin haber conocido jamás la opresión de la desigualdad social, de la inequidad de oportunidades y aun la perversidad del fanatismo ciego.
Pocos dolores humanos son tan profundos como el desarraigo que obliga a millones de personas a dejarlo todo, a cruzar fronteras en busca de protección y seguridad. No ha sido fácil enfrentar el problema. Desde 1949, cuando la ONU creó al Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR), se enfrentó a la xenofobia, la indiferencia y a la insensibilidad de muchos gobiernos.
Como en muchos otros aspectos de la vida, corresponde a la sociedad internacional ejercer sobre sus gobiernos la presión necesaria para detener y corregir lo que hoy está convertido en un crimen de lesa humanidad.