Poza Rica devastada por lluvias y derrames de petróleo

“Trae botas, manos y corazón”, decían. Llevamos las tres cosas, aunque el corazón nos latía con más fuerza que el chapoteo de nuestras botas en el fango

 
Alberto Arrona
Integrante de la comisión operativa estatal de la Ciudad de México

 

 

El sábado 11 de octubre pasado, me disponía, como cualquier otro fin de semana, a escribir la columna que publico todos los martes. Las noticias sobre las lluvias torrenciales que habían causado severas inundaciones en cinco estados del país llenaban las primeras planas de los principales diarios nacionales y daban cuenta de la treintena de muertos que, hasta ese momento, se contabilizaban, así como de los daños que, sobre todo en los municipios veracruzanos de Poza Rica y Álamo Temapache, había causado el desbordamiento del río Cazones. Pasaban de las tres de la tarde cuando recibí un mensaje de la oficina de Jorge Álvarez Máynez. En pocas palabras, me decían que Emilio Olvera —nuestro candidato en Poza Rica, a quien acababan de escamotearle el triunfo— solicitaba nuestro apoyo ante lo grave de la situación en esa ciudad. No sólo se trataba de llevar víveres, ropa y medicamentos: hacían falta manos que ayudaran en las labores de limpieza, que en ese momento eran apremiantes. En pocas horas, unos cuantos voluntarios y yo, llenamos la camioneta que la dirigencia de Movimiento Ciudadano puso a nuestra disposición y salimos con rumbo a Veracruz poco después del amanecer.

Luego de casi siete horas de camino —en algunos tramos accidentado por los deslaves— llegamos a Poza Rica a eso de las 14:00 horas, cuando ya el sol de la tarde daba de lleno sobre el lodo que cubría las calles. Con más de 600 milímetros de lluvia caídos en sólo tres días, la capital petrolera de Veracruz había transformado barrios enteros en pantanos de desesperanza. Pero lo que no esperaba era el desastre ambiental que se originó unos días más tarde: ríos contaminados con hidrocarburos de fugas en ductos de PEMEX, suelos que arrastraban toxinas hacia el agua potable y miles de hectáreas de cultivos arrasadas, dejando un rastro de devastación que no se limpia con una pala. Yo, que nunca había pisado un desastre natural más allá de las imágenes de un documental, ahora estaba al frente de un grupo de voluntarios impulsado por un llamado urgente en redes sociales. “Trae botas, manos y corazón”, decían. Llevamos las tres cosas, aunque el corazón nos latía con más fuerza que el chapoteo de nuestras botas en el fango.

Con el paso de los días, el aire olía cada vez más a putrefacción. La fetidez provocada por los cadáveres de perros, gatos, cerdos y vacas se mezclaba con el hedor químico de contaminantes liberados por el desbordamiento del río Cazones. Cientos de familias se apiñaban bajo lonas que goteaban. Nos dividimos en brigadas. Mi grupo se dirigió a la colonia Morelos —justo al lado de PEMEX—, donde las calles no contaban con pavimento y ninguna autoridad había hecho acto de presencia. Distribuimos kits de higiene: jabón, pañales y cepillos de dientes. Esa tarde, mientras cargábamos sacos de arena para reforzar diques improvisados, escuché historias que me helaron la sangre: familias atrapadas en techos durante la noche del 9 de octubre, cuando la tormenta más fuerte descargó su furia. Una mujer perdió a su esposo en un deslave cerca del puente peatonal. “Se lo llevó como si fuera un muñeco de paja”, murmuró, y me contó cómo el río, hinchado de lluvia, había arrastrado ganado y vegetación hacia la costa, alterando ecosistemas y depositando sedimentos que asfixiaban los manglares. Toda la gente coincidía en lo mismo: la autoridad nunca emitió ninguna alerta. Fue a las tres y media de la mañana cuando un trabajador de PEMEX, rompiendo todos los protocolos, hizo sonar la alarma de la petrolera. Una hora después, el río se desbordó y poco fue lo que pudo hacerse.

Tres mujeres que vivían solas nos dijeron: “A nuestra casa se la llevó el río; ayúdennos a sacar el lodo de lo que queda”. Pasamos esa tarde cavando en su patio inundado, donde el agua había subido hasta el techo. Cada palada sacaba no sólo barro, sino fotos empapadas y electrodomésticos inservibles; peor aún, un lodo viscoso teñido de iridiscencias aceitosas, residuos de la contaminación en el río Tuxpan. Al anochecer, con las manos ampolladas, compartimos la comida que la gente nos obsequiaba. Ahí experimentamos lo que son las jornadas extenuantes de verdad, no mafufadas.

El sábado 18 nos enfrentamos a una situación que llenó de frustración e indignación a quienes querían asegurarse de que su ayuda fuera recibida por los damnificados: las autoridades morenistas exigían entregarles a ellos toda la ayuda recolectada para después repartirla a discreción en bolsas color guinda. Esta circunstancia indignó a cientos de personas, encabezadas por Emilio Olvera, enfrentaron a la Guardia Nacional y a las autoridades municipales y estatales a fin de hacer llegar los apoyos hasta las colonias más retiradas y sin intermediarios. Por cierto, hay un video que se hizo viral de estos hechos en Facebook.

Me siento en la obligación de destacar el trabajo de Emilio Olvera y su equipo. Desde muy temprano, hasta bien entrada la noche, estuvo trabajando en las zonas afectadas, hombro a hombro con los damnificados. La gente decía que era el único político que estaba ayudando. “Yo no voté por él, pero está aquí ayudando y rifándosela con nosotros”, decían. Varias veces le gritaron: “¡Presidente, presidente, presidente!”. Cuando me estaba despidiendo de Emilio y mientras me comprometía a regresar con la ayuda recolectada en nuestros centros de acopio, se acercó un vecino ofreciéndonos una cerveza y dándonos las gracias. “¿Qué es lo que te enseñó esta experiencia?”, le preguntó. Emilio se tomó un momento para pensar su respuesta y finalmente dijo, mirando más allá del desastre que nos rodeaba: “Que nada es imposible. Ayer, todo parecía perdido y ahora estamos trabajando y nuestra gente nos apoya.”