Vivimos en un momento crítico. La palabra democracia ha sido pronunciada tantas veces, con tan diversos propósitos, que corre el riesgo de volverse vacía. Se invoca como promesa, como justificación y como consigna, pero pocas veces se vive con autenticidad. Hoy, más que nunca, debemos preguntarnos: ¿qué significa realmente democracia? ¿Y qué papel nos corresponde a nosotros, como movimiento político, para devolverle su verdadero sentido?
La democracia no se agota en el voto ni en las instituciones. Es, ante todo, una práctica cotidiana de participación, corresponsabilidad y construcción colectiva. Sin embargo, en las últimas décadas hemos presenciado una peligrosa paradoja: mientras se habla cada vez más de democracia, la participación ciudadana real disminuye, la distancia entre representantes y representados crece, y las decisiones se concentran en cúpulas que se han alejado de las realidades del pueblo.
Este fenómeno no es nuevo ni exclusivo de México. Lo han documentado politólogos como Peter Mair y Richard Katz, quienes advirtieron que muchos partidos tradicionales se han convertido en “partidos cartel”, estructuras cerradas que ya no dependen de sus bases ni rinden cuentas a ellas. En lugar de representar a la sociedad, compiten por acceder a los recursos del Estado. Así, la política se burocratiza, se profesionaliza… y se desconecta.
Pero no todo está perdido. Hay algo más profundo que aún nos queda: la comunidad. La memoria de lucha. La convicción de que el poder no debe estar secuestrado por unos pocos, sino distribuido entre todos. Y aquí es donde entra nuestra responsabilidad histórica como Movimiento Ciudadano.
Democratizar la democracia significa reconocer que la democracia actual no está completa, que ha sido cooptada y distorsionada, y que debemos reconstruirla desde sus cimientos. No se trata de inventar algo nuevo, sino de recuperar lo esencial: la participación real, el poder distribuido, la escucha activa, la capacidad de autogobierno en las comunidades.
Significa entender, como bien lo señalaba Antonio Gramsci, que toda hegemonía política se sostiene no solo por la fuerza, sino por el consenso que se construye en la sociedad civil. Que las transformaciones profundas no comienzan en las élites, sino en la cultura, en los barrios, en las palabras que decimos y los vínculos que cultivamos. Democratizar la democracia es, entonces, democratizar también a la cultura política: pasar de una ciudadanía pasiva a una ciudadanía protagonista.
Movimiento Ciudadano no puede conformarse con ser una alternativa electoral. Tenemos que ser una alternativa cultural, organizativa, ética. No basta con ganar elecciones si reproducimos las mismas lógicas de poder que decimos combatir. Nuestra fuerza no está en la publicidad, sino en la coherencia. No en los cargos, sino en las causas. No en las figuras, sino en la gente.
Por eso debemos asumir una tarea clara: volver a las bases. Escuchar a quienes han sido silenciados. Confiar en quienes han sido invisibilizados. Descentralizar las decisiones. Impulsar la autogestión comunitaria. Apoyar las causas locales sin condicionarlas a intereses nacionales. Y, sobre todo, construir un modelo de representación que no se limite a portar una camiseta, sino que sea reflejo vivo de las luchas y aspiraciones del pueblo.
Este no es un camino fácil. Democratizar la democracia implica cuestionar privilegios, incomodar inercias, ceder poder, pero es también el único camino legítimo si aspiramos a un país más justo. Porque lo contrario —la política sin pueblo, el discurso sin acción, la representación sin contacto— solo reproduce el hartazgo que tanto daño nos ha hecho.
La historia no se transforma desde las cupulas. Se transforma desde las bases, desde los bordes, desde las plazas, desde los sueños que no caben en los programas oficiales. Y es ahí donde Movimiento Ciudadano debe hacer la diferencia. No como un partido más, sino como un espacio de encuentro, de organización y de dignidad colectiva.
Compañeras y compañeros: no tengamos miedo de volver a las bases. Allí está nuestra fuerza. Allí están las respuestas. Allí está la posibilidad de una democracia verdadera.
Porque democratizar la democracia no es una utopía. Es una necesidad. Es una urgencia. Y es, sobre todo, una tarea que solo podemos emprender juntos.