Entrevista
Ignacio López Tarso, la vuelta al escenario en ochenta años

“No solo estudié actuación, sé hacer reflectores con latas vacías, sé pintar telones y hacer escenografías; yo conozco el oficio del teatro, ese que no se enseña en la escuela”

 

El 12 de marzo de este año falleció el primer actor Ignacio López Tarso. La noticia puso de luto a todo el país ante la pérdida de uno de los actores más prolíficos del cine, el teatro y la televisión mexicana.
A modo de homenaje, publicamos la entrevista completa que el actor concedió al periódico El Ciudadano, en enero de 2021.

Entrevista con el actor Ignacio López Tarso

 

Arturo Sánchez Meyer

Arturo Sánchez Meyer

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Al sur de la Ciudad de México, muy al sur, en el centro de la colonia Tlalpan, nos recibe en su casa el primer actor Ignacio López Tarso. Nos conduce a su estudio que está repleto de premios y galardones, no queda ni un espacio vacío. El protagonista de la película Macario (primer filme mexicano nominado en 1960 al Permio Óscar en la categoría de “Mejor película extranjera”), nos invita a Swald Huerta, presidente de Culturalmente Responsable A.C., y a mí, a tomar asiento al otro lado de su enorme escritorio, donde descansan una buena cantidad de libros y algunas notas escritas a mano en hojas blancas.

Ignacio López Tarso, protagonista de incontables obras de teatro, películas y series de televisión, es el actor vivo más longevo de la llamada “Época de Oro del cine mexicano”. Nació el 15 de enero de 1925 y con sus 95 años de experiencias e historias es un personaje fundamental para la escena actoral en México; además de eso, también es simpático, amable y paciente.

El maestro López Tarso comienza a hablar, viaja rápidamente a los recuerdos de su infancia y me doy cuenta de que, en esta entrevista en particular, el lugar donde ponga mi grabadora de mano es intrascendente, su voz grave y profunda inunda la casa completa; él gesticula, ríe, se mueve de una historia a otra con esa memoria privilegiada que es una de sus mejores armas como actor, profesión en la cual aún se encuentra activo.

Más que dictarnos un hilo de recuerdos, López Tarso comienza a actuar para nosotros, se mete de lleno en el papel de su propia historia, dibujando con sus manos gruesas escenas en el aire. No dan ganas de interrumpirlo, seguimos sus voz como si fuera un encantador de serpientes auque, de vez en cuando, da un grito que nos sobresalta, a mí, a Swald y sospecho que a toda la cuadra.

Aquí la entrevista para los lectores de El Ciudadano, bajo la mirada de un actor quien, a fuerza de interpretar tantos personajes, ha vivido más vidas de las que caben en estas letras.

El teatro y su efecto hipnótico

La primera vez que vi una obra de teatro tendría yo ocho o nueve años, me llevaron a una carpa en Guadalajara y para mí tuvo un efecto hipnótico: me senté entre mis padres (todavía no nacía ninguno de mis hermanos), comenzó la función, lejos, yo tenía que estar estirando el cuello para lograr ver algo, y así, en esa posición, estuve dos horas, que a mí me parecieron minutos. Fue muy curioso porque además yo no registré qué obra era, no sé tampoco quiénes eran los intérpretes, eso no me importó, pero yo estaba de tal manera pendiente que se pasó el tiempo muy rápido, de pronto se cerró el telón, se prendió la luz, la gente aplaudió, se levantó, se empezó a ir y yo seguía sentado, perdido… “¡Vámonos, Ignacio!”, me gritaba mi papá, hasta que finalmente me tuvo que sacar. Me quedé prendado con lo que había sentido durante la obra, fue muy emotivo para mí.

Ese episodio se me quedó grabado en la memoria, a tal punto que muchos años después, en el seminario, cuando un maestro dijo: “quiero formar un grupo de teatro con alumnos”, yo sin pensarlo levanté la mano. Ahí empezó mi carrera de actor, a los 15 años.

Hacíamos algunos ejercicios muy absurdos, pero montamos una obra escrita por un autor francés, Joseph Bouchardy, que se llamaba: Lázaro el mudo o el pastor de Florencia. Yo quería ser el mudo, pero no, ese papel lo interpretó otro compañero, sin embargo, me dieron un buen personaje, lo memoricé muy bien, ensayé, hice la representación primero en el colegio, en un escenario improvisado, y luego vino la parte buena: al sacerdote que era el director de la escuela, el padre “Chon”, le gustó mucho la representación que hicimos y nos dijo que nosotros como alumnos habíamos recibido muchos beneficios del pueblo de Temascalcingo (que era un lugar en el Estado de México donde estaba el seminario), así que como agradecimiento era nuestro deber representar esta obra en el teatro del pueblo.

Era un teatro muy bonito, todo de madera, de tres niveles, con palcos, con gradería, con butacas abajo, en herradura, con un escenario y hasta con camerinos, esa fue la primera vez que estuve en un teatro y la obra fue un éxito, entonces ya fuimos los héroes del pueblo y ya nos conocían, nos llamaban por nuestros nombres y nos daban regalos. Hicimos una temporada completa, montamos como diez funciones para el pueblo, así que esa fue mi primer temporada de teatro.

Miss Paige: remedio para el corazón, pero no para la espina dorsal

Como a los 18 o 19 años me fui de bracero, pero no de ilegal, llevaba yo un contrato en la bolsa, me llevaron a Irapuato y ahí me practicaron exámenes médicos, me hicieron pruebas como de campesino que iba a la pisca de la naranja, de la uva, de la remolacha y no sé qué tantas cosas más, una prueba de habilidad con las manos.

Me fui y en un pueblo en California que se llama Merced, tuve un accidente en un árbol muy grande de naranja… yo creía que el naranjo era un arbolito y pensé “pues va a estar fácil, ahí lo hago con la mano”. ¡No, cuál mano! Te dan un ayate y unas tijeras para no cortarle el rabo a la naranja porque si lo haces se pudre, entonces no la puedes arrancar, el árbol de naranja además es muy resbaloso y entre el ayate y las tijeras me quedaba nada más una mano libre para detenerme, y en una de las subidas estaba yo en lo más alto cuando se rompió la rama y ahí vengo para abajo desde unos ocho metros, caí sobre las cajas y me partí la espina dorsal.

No tengo idea de cuánto tiempo pasó, pero desperté en un sanatorio. Cuando abrí los ojos me encontré con una rubia de ojos azules, con unos labios preciosos, y yo pensé: “ya estoy en el cielo”, pero entonces me dijo: “soy Miss Paige y tú te llamas Ignacio, ¿verdad?”. Era una gringa chulísima y yo me quedé enamorado de ella, me enseñó a caminar, me pusieron una especie de chaleco de yeso y me dijeron que no me podían operar ahí porque era una operación muy complicada, claro que hubieran podido, pero no quisieron.

Me dieron un billete de veinte dólares, me metieron a un tren de tercera clase, con bancos de madera y me dijeron: “tú no te bajas hasta que llegues a México”, y el tren hacía paradas de tres o cuatro horas, a veces de una noche, y yo con esa cosa que no podía ni respirar y cuando me movía un poquito me daban unos dolores terribles, compraba por la ventanilla la comida que llevaban vendedores en las estaciones. Así llegué hasta la Ciudad de México, a Buena Vista, no traía ya ni un peso, ¡me la tuve que aventar caminando, desde Buena Vista hasta La Villa! (en ese entonces yo vivía atrás de La Villa, por un lugar que le llaman “El Pocito”). Donde veía un poste, ahí me sentaba en la banqueta para apoyarme un rato y luego seguía caminando, por fin llegué a mi casa y un año después me operó un gran médico, se apellidaba Velasco, me dijo: “Te voy a dejar mejor que como estabas”, y lo cumplió, nunca he tenido un solo problema de espalda desde entonces.

Macbeth, un monstruo victorioso en Bellas Artes

En el teatro empecé con cosas fuertes, con Macbeth, de Shakespeare: ¡un castillo completo en el escenario! ¡en Bellas Artes! Mi carrera es formidable porque me inicié en el mejor teatro no solo de México, uno de los mejores de América. Yo era alumno de la escuela de teatro, mi primer Shakespeare fue nada menos que con Isabela Corona, que era la mejor actriz que había en nuestro país en ese entonces, y yo era un alumno todavía.

Recuerdo que llegó un maestro y me dijo: “Léete este libro, ¡pero tiene que ser ya, hoy en la noche!”. Me lo dio en la escuela a las nueve de la noche, “léelo y mañana en la mañana te llamo”, me dijo, “no tengo teléfono maestro”, le contesté, “bueno, voy a mandar a alguien a tu casa a recoger el libro y a él le dices qué pensaste de la lectura”. Leí toda la noche, dos veces, luego fui por la tercera, quedé maravillado, era una traducción en verso de León Felipe, el gran poeta español. Cuando el maestro me preguntó si me había gustado, le dije: “¿A quién podría no gustarle? ¡Es un texto grandioso! ¿Para qué personaje me quiere, maestro?” “¡Cómo para qué personaje!”, me respondió a gritos. “¡Macbeth! ¡Vas a ser Macbeth!” No lo podía creer… me tuve que poner hombreras como los jugadores de americano, Macbeth es un monstruo, tenía la estatura, un metro 81, pero estaba delgado y me tuve que poner fuerte.

En el estreno estaba yo ahí con Isabela Corona en primer término en el escenario, la gente aplaudiendo, Bellas Artes lleno y de pronto empezaron por allá unos compañeros de la escuela a gritar: “¡López Tarso! ¡López Tarso!” Y luego más gente y más gente se sumó al grito, yo tenía de la mano a Isabela Corona, estábamos agradeciendo y de repente ella me soltó la mano de un tirón y se fue, ¡furiosa! Era un insulto para ella, ¿cómo es posible que la gente le aplauda a este muchacho que es alumno todavía y no a mí? Después me pidió una disculpa y me dio un abrazo, era linda Isabela.

De ahí para adelante, vino Enrique V, de Luigi Pirandello; Prueba de fuego, de Arthur Miller (así le pusieron aquí, el texto original se llama Las brujas de Salem), y así siguió mi carrera de teatro.
Xavier Villaurrutia fue mi maestro, me enseñó muchísimo, no era muy buen dramaturgo, pero era un gran poeta. Yo entré a tomar clases con él en 1948, él me puso el “Tarso”, me dijo: “búscate otro apellido porque Lopéz López no vende”. Yo me apellido López López porque mis padres eran primos hermanos, en contra de toda religión y de la sociedad en general.

Ya con el nombre artístico, el Maestro Villaurrutia me dijo: “Yo te voy a enseñar a pisar el escenario”. Yo pensé: “¿pues eso qué tiene de ciencia?”, pero él siguió “tú vas a ver este escenario de Bellas Artes un día, con el teatro lleno, en una obra en donde tú seas el responsable y verás qué difícil es pisar el escenario, primero con seguridad y luego con autoridad. Algún día vas a pisar el escenario con absoluta autoridad”. Y así ocurrió, eso me enseñó el gran Maestro, el respeto al escenario.

 

“La academia no hace actores, lo único que te enseña a ser actor es el escenario, el público, ahí aprendes, lo demás es teoría”

¡Ya viene Gorgonio Esparza!

Otra de las grandes cosas que le debo al maestro Xavier Villaurrutia es que me presentó a Xavier Rojas, quien tenía un grupo de teatro estudiantil llamado TEA, “Teatro Estudiantil Autónomo”. A mí me gustaba el nombre porque la tea también es un hachón. Hay una pintura muy hermosa en el Palacio de Gobierno en Guadalajara donde aparece Miguel Hidalgo con una tea en la mano que parece que se te va a caer encima.

Con el grupo TEA comencé a hacer giras en un escenario improvisado que nos prestaba la Secretaría de Educación Pública, ahí empecé a aprender todo lo que debería saber un actor, aunque la mayoría no tiene estos conocimientos: Xavier Rojas me enseñó el quehacer del teatro. No solo soy un actor, sé hacer reflectores con latas vacías, sé pintar telones y hacer escenografías, yo conozco el oficio del teatro, ese que no se enseña en la escuela.

Íbamos por los pueblos, por los ranchos, donde ¡cuál teatro iba a haber!, ¡nada! La gran mayoría de esas personas no sabían lo que era el teatro. Legábamos a la plaza del pueblo, montábamos nuestro escenario ahí y luego salíamos en comisión por las calles a invitar a la gente: “¡Hoy a las ocho de la noche en la plaza del pueblo va a haber una obra de teatro!, ¡yo voy a representar un personaje que se llama Gorgonio Esparza, el matón de Aguascalientes!, ¡lleven su silla!”, gritaba yo. Ahí llegaba la gente y había grandes aplausos, y después las invitaciones a cenar: “vénganse a cenar a casa de mi comadre”, nos hacían muchos platillos muy buenos, así nos premiaba la gente porque nosotros no cobrábamos ni un peso. Con esa compañía de teatro recorrí la República completa.

La televisión: entre África y Nueva York

Un día estaba en el teatro y llegó una señora ya grande con facha de bruja y me dijo: “¡Ignacio, vengo por ti!”. Ya iba yo a empezar a correr cuando siguió: “Vengo por ti para llevarte a la televisión. Soy Brígida Alexander”. Brígida… ¡fíjate nada más qué nombre! (es la mamá de la actriz Susana Alexander). Me llevó finalmente a la tele y ahí conocí a don Emilio Azcárraga Vidaurreta, que andaba en la calle vendiendo personalmente aparataos de televisión, él decía: “No sirve de nada que hagamos televisión si la gente no tiene aparatos para verla”. ¡Era un viejo formidable!, tenía una enorme disciplina y estaba enamorado de la televisión. Así lo conocí, en el piso once y trece del edificio de la Lotería Nacional.

Arrancó mi carrera en la tele, los estudios (esos de la Lotería Nacional) no eran muy grandes y metían unas cámaras enormes con lentes que giraban para todos lados. Trabajaba seguido con Julio Taboada, ¡un gran actor!, hijo de actores españoles; era mi compañero y un día en una escena yo lo mataba, estábamos en África pero cuando cayó muerto la mitad de su cuerpo estaba en África y la otra mitad en Nueva York, de la cintura para arriba era Nueva York, y ahí los gritos: “¡Hazte para allá, pendejo!” “¡Pero cómo si estoy muerto!”… ¡Fue una época formidable!

Al año y medio o dos años ya había un estudio muy grande atravesando El Caballito, en la calle de Bucareli número cuatro, ahí yo hice la primer serie de televisión. No se acostumbraba eso de hacer capítulos, es más, no se grababa nada, un gran error porque había que empezar todo otra vez, hicimos cientos de programas de los cuales no hay el menor indicio. Yo lo platico, si me creen qué bueno y si no, no hay cómo probarlo. Pero yo hice la primer serie de “Sherlock Holmes”, yo era Holmes y Memo Orea, un actor bajito y gordito, era Watson, nos dirigió Álvaro Custodio.

Luis Buñuel y los mejores martinis del mundo

Así como Álvaro Custodio llegaron a México muchos españoles refugiados durante la guerra civil, había gente muy talentosa entre ellos: los “Niños de Morelia”, Ofelia Guilmáin, ¡que era preciosa!, estaba jovencita y era muy buena actriz; también vinieron directores famosos como Luis Buñuel, yo trabajé con él mucho tiempo después y mi experiencia no fue muy buena.

Estaban filmando en Cuautla y ahí te voy manejando, llegué al hotel y cuando estaba desempacando sonó el teléfono, era Gabriel Figueroa, un director de fotografía muy talentoso, me dijo: “Ignacio, estoy cenando con el maestro Luis Buñuel, queremos que vengas”. “Sí maestro, encantado, voy para allá”, le dije, dejé lo que estaba haciendo y me fui al restaurante. Apenas estaba llegando a la mesa cuando se levantó Buñuel y comenzó a gritar: “¡pero cómo quieres hacer el personaje con esa facha! ¿Qué no leíste el libreto?” Yo me quedé sorprendido, también Gabriel Figueroa, que se levantó y le dijo: “maestro, López Tarso sabe muy bien cómo caracterizar, viene llegando de México ahorita”. Yo lo volteé a ver y le pregunté: “¿usted es Luis Buñuel?”. “Sí”, me respondió y me invitó a sentarme en su mesa: “no, gracias”, le dije, me di media vuelta y me fui. Porque además su speach había sido largo y a gritos, enfrente de muchos de los compañeros con los que iba a hacer la película, toda una perorata y yo pensé: “este señor está loco”, y sí, me asustó.

Esa película se llamaba Nazarín (1959) y fue la única que hicimos juntos, pero Buñuel era muy amigo de Álvaro Custodio, con el que además de la serie de Holmes hice muchas películas y obras de teatro, así que un día, mucho tiempo después de Nazarín, me invitó Álvaro a comer a su casa con su esposa Isabel, llegué y ahí estaba Buñuel. En esa ocasión se portó muy amable conmigo y me dijo: “tómate un Martini como yo los preparo, ¡son los mejores martinis del mundo!, pruébalo”. Me lo tomé y le dije: “pues me va a perdonar, maestro, pero yo preparo mejores martinis que usted”. “No me diga, ¿y cómo los hace?”, me respondió. “Pues muy fácil, una buena ginebra enfriada en hielo, con unas gotitas de Noily Prat, y ahí está el Martini. Ahora déjeme le preparo yo uno”. Hice para todos, Álvaro e Isabel lo probaron y dijeron: “¡qué bárbaro! ¡Te superó, Luis!”, y finalmente él también terminó aceptando que me salían mejor a mí, nos reímos mucho esa noche.

Muchos ensayos con María Félix

En 1960 se filmó Macario, era una película dedicada a Pedro Armendariz, él la iba a hacer y Gabriel Figueroa me dijo: “fíjate qué oportunidad se nos va para ti”, aunque finalmente terminé yo teniendo el protagónico de la película. El maestro Figueroa me ayudó muchísimo, él me presentó a María y yo se lo agradecí siempre. “Te voy a presentar a María Félix, que quiere conocerte”, me dijo, y ahí fui, temblando… “¿cómo le va, señora?”, “¡no me digas señora, dime María!”, “bueno, pues qué gusto conocerte, María”, “vamos a hacer una película juntos, ¿verdad? Y hay escenas de amor, eso tenemos que prepararlo muy bien”, me decía ella.

La estrella vacía (1960), era la película que íbamos a filmar, estaba basada en la novela de Luis Spota, y justo Spota era mi personaje, él decía que escribió esta historia porque la primera vez que entrevistó a María Félix se enamoró de ella. Entonces en la película yo entrevistaba a María, y en la primera entrevista nos caíamos muy bien y empezaba una “amistad”, y luego la llevaba a mi departamento, en el departamento la enamoraba, la besaba, la acariciaba y la llevaba a la cama, esas eran las escenas difíciles.

María me decía: “estás nervioso”, y yo le contestaba, “¡pues cómo no! ¡Claro que estoy nervioso!”. Entonces me dijo: “¿quieres que nos dejen solos?”, y yo pensé ¿cómo nos van a dejar solos?, hay muchísima gente trabajando en el set, pero ahí mandaba María, bueno ahí y en todas partes. Entonces alzó la voz: “¡Oigan! A ver tú, fulano, jefe de tramoya, ¡que se salga todo mundo del set! Déjenos el foro solo para Ignacio y para mí, vamos a ensayar”. Ya solos me decía: “¡abrázame bien! Sabroso, cachondo, bésame”, y yo pues feliz. “¿Otro ensayo?”, me preguntaba, “¡claro!, otro”, le decía yo, hartos ensayos tuvimos.

Hice seis o siete películas más con María, todas las de la revolución: La Cucaracha (1959), Juana Gallo (1960) y un montón de nombres de mujeres revolucionarias que ella interpretó, hasta que llegamos a La Generala (1970), que dirigió Juan Ibáñez. Era un intelectual muy presuntuoso, ni a María le gustó la película, tenía buena historia pero resultó fallida. Yo trabajé siempre muy a gusto con María, en una ocasión nos fuimos a filmar a Zacatecas, precisamente Juana Gallo, ella se iba a ir en avión y yo le dije que mejor se viniera con nosotros en el tren, que era mucho más divertido estar con toda la palomilla y ella aceptó, nos la pasamos toda la noche en el vagón bar y en el comedor, la pasamos muy bien, no dormimos, anduvimos para arriba y para abajo.

María tenía una casa allá en Zacatecas, con todos los servicios: cocinero, secretaria, maquillista, en fin, de todo y a veces me invitaba después de la cena. La veía recién salida del baño, con el pelo suelto, que tanto decían que era postizo, que todo su cuerpo era postizo, ¡mentira! ¿Cuál postizo? Ella era muy auténtica, muy de verdad. Tenía ganas de hacer teatro, y yo pensaba: “el día que María se decida a hacer teatro, ese día vamos a empezar una temporada de éxito rotundo”, pero nunca ocurrió.

La mejor época del teatro que quedó en el olvido

Yo generalmente ni pido ni doy consejos, a los muchachos que están empezando en este oficio lo único que tengo que decirles es que hay que estudiar mucho, que aprendan en la academia pero que la academia no hace actores, lo único que te enseña a ser actor es el escenario, el público, ahí aprendes, lo demás es teoría y es muy bueno saberla, pero a veces el paso de la teoría a la práctica es gigantesco, eso es justo lo que asusta tanto a los muchachos que empiezan y es natural, es un paso muy difícil, es también a veces muy ingrato porque no todo el mundo tiene la suerte que yo tuve, empezar la carrera de teatro en la academia y que ahí te lleven a los grandes autores fue una fortuna inmensa.

Luego vino la época del Seguro Social, que fue la mejor época del teatro en México y yo digo que en el mundo, ¿qué país tiene el apoyo que tuvo el teatro durante la época de Adolfo López Mateos y de Benito Coquet? ¡Construyeron cuarenta teatros en toda la República! Yo hice una gira de 1963 a 1964 para inaugurar todos los teatros del Seguro Social con tres obras, eso es algo que no se había hecho nunca en el mundo, ¿quién ha hecho una gira de seis meses con tres obras de teatro inaugurando teatros? ¡Nadie! Solo ocurrió en México.

Yo hice una gira con Edipo Rey, con Tío Vania, de Chéjov, y con Un tigre a las puertas, una obra de Jean Giradoux. Éramos treinta actores de las tres obras, porque son de gran reparto, treinta actores, tres escenografías completas, una gira en autobús y en camión; tres autobuses para actores, dos para técnicos y tráileres llenos con utilería y vestuario, ¡era una caravana! Y en cada ciudad a la que llegábamos hacíamos tres días mínimo, uno para cada obra, y en las tres la responsabilidad grande era para mí porque era el protagónico de todas.

Como pasa siempre, esa gran inversión, ese gran proyecto, duró seis años, se terminó el sexenio y se acabó, todo lo que había se lo llevó la chingada. ¡Abandonaron los teatros!, fue un crimen lo que ocurrió, un sinsentido por donde lo veas.