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Donald Trump la paja en el ojo ajeno

Luis Gutiérrez Rodríguez

Luis Gutiérrez Rodríguez

En los Estados Unidos se hallan varios de los centros financieros más importantes del mundo (Wall Street entre ellos), las sedes de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) y de la Organización de Estados Americanos (OEA). No sólo eso: ahí viven algunos de los millonarios capitalistas más influyentes del planeta.

Más todavía: ocupan el primer lugar en fabricación y exportación de armas nucleares, aviones supersónicos, tanques y buques de guerra. Ocupan sitios de avanzada, hay que decirlo, en investigaciones médicas y de toda índole sobre la salud humana. En la academia, operan en el país importantes y reconocidas universidades en las que se forman profesionistas de numerosas latitudes en diversas ramas de la ciencia y el conocimiento.

Pero también están a la cabeza en consumo de estupefacientes (el comercio mundial de drogas se valora en dólares estadounidenses, principalmente). Han participado en más guerras fuera de su territorio que cualquier otro país. Ocupan el primer lugar en fabricación y tráfico de armas de uso común para poderosas bandas criminales en todo el mundo, sobre todo las del narcotráfico, como en el caso de México, dedicadas a secuestros, extorsiones, ventas, ejecuciones…

Por si fuera poco, sus tropas han intervenido militarmente en conflictos armados en casi todos los continentes (en las dos guerras mundiales más importantes, que tuvieron escenarios europeos, participaron soldados de Estados Unidos); en estas estadísticas bélicas figuran igualmente conflictos que han generado en el siglo XXI una pesadilla internacional: millones de refugiados esparcidos por todo el mundo.

Los Estados Unidos son, en suma, una nación poderosa y temida. Tan poderosa y temida que han diluido el plural “Américas” para convertirlo en el singular “América”, un vocablo en el que solamente caben los Estados Unidos.

En términos generales, la sociedad estadounidense es respetuosa de la ley, de los derechos humanos, poseedora de niveles de cultura por encima del promedio. La amaga cotidianamente, sin embargo, el lado oscuro que conforman las bandas del crimen, la corrupción financiera y política casi siempre derivada del abusivo ejercicio del poder de algunos de sus gobernantes.

Tal es el caso, en opinión del autor de estas líneas, de su actual presidente, Donald Trump. Un gobernante que, a pesar de lo descrito líneas arriba, se escuda en una doble moral, se empeña en ser juez político, económico y social del mundo; en descubrir la paja en el ojo ajeno; en solapar abusos del poder público en detrimento del respeto a los derechos humanos. Y no sólo eso: está obsesionado en buscar la reelección presidencial como candidato republicano, el martes 3 de noviembre de 2020, con una autoridad quebrantada y una popularidad muy disminuida por la corrupción.

Corrupción: el lastre

En su informe sobre 2018, Transparencia Internacional (TI), organización no gubernamental con sede en Berlín (Alemania) y oficinas en numerosas naciones, informó que bajo la presidencia de Donald Trump los Estados Unidos entraron a su peor nivel de descomposición del poder público en siete años: el vecino país del norte cayó seis lugares hasta ocupar el número 22 en el índice de percepción mundial de la corrupción.

La clasificación incluye a 180 países. TI utilizó 13 diferentes fuentes de datos de 12 instituciones distintas dedicadas a recopilar las percepciones de corrupción. Este índice clasifica a los países desde 0 puntos (percepción de altos niveles de corrupción) hasta 100 (percepción de muy bajos niveles de descomposición social), siempre en función de la percepción de corrupción del sector público que tienen sus habitantes.

Desde luego, el fenómeno de la corrupción no es un hecho aislado. El creciente apoyo a líderes populistas y el desgaste de la democracia obstaculizaron los esfuerzos para combatir la corrupción en todo el mundo, según TI.

Si bien Dinamarca y Nueva Zelanda se mantienen entre los países menos corruptos, Hungría y Turquía son cada vez más corruptos a medida en que se tornan más autoritarios.

En un análisis cruzado de su índice con los datos de la democracia en el mundo, TI observó una relación entre la corrupción y la salud del sistema. Las democracias plenas obtuvieron una media de 75 puntos en el índice de corrupción, mientras que las imperfectas promediaron 49 puntos y los regímenes autoritarios 30, apuntó la organización.

De acuerdo con datos del organismo vigilante de la corrupción internacional, “el auge de los líderes nacionalistas ha provocado un deterioro de la transparencia en lo que respecta a las finanzas públicas, incluso mediante el desmantelamiento de los controles y balances en el poder”.

Delia Ferreira Rubio, presidenta de Transparency International, afirma al respecto: “nuestra investigación establece un vínculo claro entre tener una democracia saludable y combatir con éxito la corrupción en el sector público. Es mucho más probable que la corrupción florezca cuando las bases democráticas son débiles, como hemos visto en muchos países, donde los políticos antidemocráticos y populistas pueden usarla en su beneficio”.

En el caso concreto de Estados Unidos, TI se refirió a “las amenazas a su sistema de controles y equilibrios, así como una merma en las normas éticas en los niveles más altos de poder”.

Puede decirse que durante todo 2019 (acaso el año más aciago que ha tenido desde que asumió el poder) Trump ha tenido que cargar el pesado cargo que puso sobre sus hombros el informe de TI correspondiente a 2018.

Acusación y juicio político

Concurre además cuando la arrogancia y la soberbia que caracterizan al presidente de los Estados Unidos parecen a punto de quebrarse por el llamado impeachment (o acusación, en castellano) que puede derivar en un juicio político contra Trump y hasta en su destitución. ¿Por qué?
La edición en español del diario New York Times (NYT) publicó el pasado 13 de noviembre un brillante trabajo de investigación de los periodistas Sharon LaFraniere, Andrew E. Kramer y Danny Hakim, según el cual casi cuatro meses antes, la mañana del jueves 25 de julio, la Casa Blanca ya tenía preparado un comunicado de prensa sobre una llamada telefónica que apenas estaba por ocurrir. Inclusive Trump tenía listos algunos apuntes para esa conversación, nada menos que con Volodímir Zelenski, recién electo presidente de Ucrania.

Trump había reunido en la Sala de Crisis a varios asesores, colocados con bolígrafos y libretas en mano en torno a un teléfono con altavoz activado, para auxiliar en lo que se necesitara. Sonó el teléfono y Trump levantó el auricular.

Versiones periodísticas del NYT en español y del Wall Street Journal refieren que casi al final de la conversación, que duró 30 minutos, “dos de los encargados de tomar notas voltearon a mirarse con expresión de angustia” porque el presidente de los Estados Unidos se desvió de la conversación para pedirle a Volodymyr Zelenski (“hasta ocho veces”, según el Wall Street Journal) que Ucrania trabajara con su abogado personal, Rudy Giuliani, ex alcalde de la ciudad de Nueva York, para investigar a Hunter Biden, hijo menor del exvicepresidente Joe Biden y principal rival del republicano Trump, en sus aspiraciones de reelegirse en los comicios presidenciales del martes 3 de noviembre de 2020.

Trump incluyó otro pedido: que el gobierno de Zelenski investigara una pretendida conspiración según la cual Ucrania, y no Rusia, fue el país que intervino en el proceso electoral estadounidense de 2016.

Previamente Zelenski le habría solicitado al mandatario estadounidense apoyo militar para enfrentar una presunta invasión rusa en la frontera oriental, de modo que el chantaje pareció evidente: apoyo militar a cambio de apoyo político.

El escándalo ha sido mayúsculo y el juicio en torno a la acusación está en proceso. Prominentes demócratas, entre ellos Nancy Patricia D’Alesandro Pelosi, connotada presidenta de la Cámara de Representantes (ocupa el segundo lugar en la línea de sucesión presidencial después del vicepresidente, el republicano Mike Pence), exigieron juicio político a Donald Trump y eventual destitución del cargo de presidente, lo que ocurriría por tercera vez en la historia de los Estados Unidos.

Trump eligió a su amigo Rudy Giuliani, ex alcalde de la ciudad de Nueva York, como abogado defensor. Para irritación del presidente de Estados Unidos, varios testigos ya han acusado a Giuliani de ser el puente entre el gobierno estadounidense y su política exterior en Ucrania.

De resultar culpable, Trump podría ser condenado por traición, soborno u otros delitos graves que incluso orillarían al Congreso de Estados Unidos a obligarlo a renunciar a la presidencia.

Según el NYT, el presidente de Estados Unidos “vio en Ucrania una solución a sus problemas políticos. En cinco meses, su obsesión cambió la política exterior estadounidense y puso en riesgo su mandato”.

Trump parece basar su contraataque a Joe Biden en el hecho de que, en marzo de 2016, siendo vicepresidente, Biden viajó a Kiev y amenazó a los líderes de Ucrania con retener mil millones de dólares en garantías de préstamos de EE. UU. si no destituían al principal fiscal del país, Viktor Shokin, quien había sido acusado por Washington y sus aliados europeos de ignorar la corrupción en su propia oficina y entre la élite política de Ucrania.

El NYT señala que funcionó la campaña de Biden: Shokin fue rápidamente destituido por el Parlamento ucraniano.

Otros casos

El escándalo ucraniano no es el primero ni el más connotado ocasionado por conductas turbias de gobernantes estadounidenses.

Hemos señalado que la Asociación Nacional del Rifle (National Rifle Association, NRA) está vinculada al negocio de la muerte en Estados Unidos, pero también al terrorismo, tanto por el trasiego ilegal de armas del vecino país a México como por los diversos atentados en contra de ciudadanos inermes, que han resultado en numerosos heridos y víctimas mortales.

Donald Trump ha defendido vigorosamente a la que llamó “importante organización”, la NRA, que desde mayo de 2018 preside el ex coronel de marines Oliver North, involucrado escandalosamente en el caso “Irán-Contras” (1985-1986).

Durante el gobierno de Ronald Reagan (1981-1989) North armó una red de cuentas bancarias en Suiza mediante las cuales Estados Unidos vendió ilegalmente armas a Irán (país contra el cual pesaba un embargo en la materia) para su guerra contra Irak y negociar la liberación de rehenes estadounidenses secuestrados por grupos proiraníes en Líbano. Por esta operación North se ganó 47 millones de dólares, los cuales se emplearon para financiar a la llamada “contra nicaragüense”, que combatía al Frente Sandinista de Liberación Nacional, el partido que está en el poder desde julio de 1979.

“Watergate”

El escándalo político de “Watergate” (un complejo de oficinas en Washington D.C.), estalló el 17 de junio de 1972, cuando allanaron las oficinas del Partido Demócrata en Watergate para robar cintas grabadas de interés estratégico para la campaña de reelección del republicano Richard Nixon. En julio de 1973 se descubrió que el espionaje a los demócratas había sido organizado por el propio Nixon, quien tuvo que entregar las cintas a la Corte Suprema. Este escándalo colocó al mandatario estadounidense en posición de ser sometido a un juicio político (impeachment), por lo cual renunció a la presidencia el 9 de agosto de 1974. Un mes después su sucesor, el también republicano Gerald Ford, le concedió el perdón presidencial.

Desde entonces, “Watergate” es sinónimo de escándalos políticos y corrupción en Estados Unidos.

Problema universal

Llama la atención el caso de los Estados Unidos por el desempeño protagónico de sus gobernantes, quienes insisten en aparecer como referencia universal de ética y moral políticas, pero en los hechos enfrentan creciente inconformidad y rechazo dentro de sus fronteras y en muchos países.

El Índice de Percepción de la Corrupción (IPC) para 2018, elaborado por Transparencia Internacional, mostró que más dos tercios de los países tienen una puntuación de menos de 50 puntos en una escala donde 100 equivale a una nación muy limpia y cero a una muy corrupta.

Con una puntuación de 71, Estados Unidos perdió cuatro con respecto a 2017 y dejó la parte alta de la lista por primera vez desde 2011. “Una caída de cuatro puntos en el IPC es una señal de alarma y se produce en un momento en el que Estados Unidos experimenta amenazas a su sistema de controles y balances, además de una erosión de las normas éticas en los niveles más altos del poder”, señaló el grupo de TI con sede en Berlín.

Como se describió en líneas previas, Dinamarca volvió a encabezar la lista como la nación menos corrupta con 88 puntos, seguida de Nueva Zelanda, Finlandia, Singapur, Suecia y Suiza. Noruega, Holanda, Canadá, Luxemburgo, Alemania y Gran Bretaña completan las primeras posiciones.

En el lado contrario de la balanza se situó Somalia, con apenas 10 puntos, seguida de Siria, Sudán del Sur, Yemen, Corea del Norte, Sudán, Guinea Bissau, Guinea Ecuatorial, Afganistán y Libia.