Internacional
IGLESIA CATÓLICA, DOS VERTIENTES

Especialmente los jóvenes, los millennials, son los más críticos de esta institución y por lo tanto los más alejados y desilusionados de sus formas,
principios y valores

Guillermo Rocha Lira

Guillermo Rocha Lira

La institución religiosa más antigua del planeta, la Iglesia Católica, se balancea entre la modernidad y el status quo. Los desafíos le vienen desde afuera, porque la globalización ha obligado a los líderes eclesiásticos a redefinir sus estrategias para adaptarse a la modernidad y a las tendencias mundiales, y consolidarse como una “iglesia universal”; pero también el reto viene desde adentro, para lograr una iglesia homogénea que vaya en el mismo camino, sin renunciar a sus principios fundacionales y objetivos. Dos caras tiene la Iglesia Católica moderna, una conservadora-ortodoxa, inflexible, atada al pasado, a sus tradiciones y a los excesos, y otra progresista y flexible que busca adaptarse a las condiciones actuales, pero que se halla entre el reformismo y la desobediencia a la “línea” de la máxima autoridad vaticana. Incluso en algunos países latinoamericanos y africanos este reformismo ha provocado que iglesias locales se solidaricen con movimientos insurgentes en contra de la injusticia social, amparados en la renovada teología de la liberación.

Durante siglos la Iglesia Católica ha sido símbolo de poder económico, político, cultural e ideológico. Considerada por algunos como la institución mundial más antigua, amplia y compleja del mundo, está conformada por la Iglesia latina y las católicas orientales, las cuales abarcan todos los continentes. Su cabeza jerárquica, el Papa, sigue siendo una autoridad moral y política para sus fieles y congregaciones, y un líder reconocido para la sociedad internacional. El Estado Vaticano se mantiene como un estado soberano con reconocimiento internacional dentro de la ciudad de Roma, influye en otros países y tiene un peso específico en la toma de decisiones continentales y la política internacional.

La faceta más criticada de la Iglesia Católica es aquella que la ata a su historia, la que la juzga por los crímenes del pasado y que no la deja avanzar. Persiste en la memoria colectiva el recuerdo medieval del dominio de la teología, de la cerrazón científica, de las conversiones forzadas, de Torquemada, de la Santa Inquisición y el Santo Oficio. También está presente la Iglesia de los lujos, de los excesos, la que construyó templos, basílicas y fortalezas por doquier sólo para demostrar su poder; esa es la Iglesia de las familias dominantes, de los Borgia y de los Medici, que autorizaba las decisiones de los reyes y coronaba emperadores a su gusto.

Es la cara de la Iglesia dominante e intolerante que llamó a las Cruzadas y a la conquista de los lugares santos. La Iglesia que se aferraba al feudalismo y provocó el atraso económico y científico durante siglos.

Una parte de esa Iglesia tradicional e inflexible permanece en el pensamiento ortodoxo de muchos integrantes de la máxima jerarquía católica y también de sus fieles. Pero la crítica a la Iglesia Católica contemporánea no es sólo por su débil reformismo, sino por los graves escándalos de corrupción en su interior.

Desde la década de los 90 se hicieron públicos numerosos escándalos de sacerdotes y clérigos implicados en abusos contra menores y pedofilia. De acuerdo a cifras del gobierno estadounidense, se cree que entre 1950 y 2013, la Iglesia recibió denuncias de al menos 17 mil víctimas de abuso, que implican a por lo menos 6 mil 400 miembros del clero en ese país. En 2018 una investigación de la Conferencia Episcopal reveló que al menos mil 870 clérigos estaban implicados en abusar de más de tres mil 600 niños en Alemania. Estos casos se reproducen y se repiten en muchas partes del mundo: en Chile, en Argentina y en México, como en el caso de los Legionarios de Cristo.

Se suman también los casos de corrupción, desvío de fondos y estafas. En 2017 el propio Vaticano denunció un fraude millonario por una inversión de 17 millones de euros. Asimismo, el tribunal civil del Estado Vaticano ordenó el juicio del exjefe y tesorero de un hospital pediátrico por desvío de recursos. Estos sucesos han provocado que el Papa Francisco admita los graves casos de corrupción dentro de la Iglesia y lo han obligado a tomar medidas que esclarezcan y juzguen estos casos.

La Iglesia Católica está consciente de la Revolución Digital y sus implicaciones. Por eso ha buscado adaptarse a la nueva era de la globalización incorporando herramientas tecnológicas y medios de comunicación que le permitan llegar a sus fieles y nuevos creyentes en todo el mundo. Sin embargo en la era de la información, esto no es suficiente para ocultar los escándalos de corrupción, pedofilia y mal uso de recursos.

Estos males de la Iglesia Católica actual se recrudecen en una era de descrédito a las instituciones oficiales y tradicionales, en una etapa de profunda decadencia ideológica y crisis moral de las nuevas generaciones dominadas y entregadas a las nuevas tecnologías, al consumismo del capitalismo y a la globalización. Especialmente los jóvenes, los millennials, son los más críticos de esta institución y por lo tanto los más alejados y desilusionados de sus formas, principios y valores.

Pero hay otro rostro de la Iglesia Católica, alejada de los excesos, aferrada a sus principios fundacionales de abnegación y servicio, cercana a los oprimidos y con la misión indeclinable de denunciar el autoritarismo, las injusticias, la desigualdad, así como la pobreza de la mayoría de la población. Esta cara de la Iglesia siempre ha existido y ha estado presente desde su fundación; desde la resistencia de los primeros cristianos frente a los romanos; de los millones de misioneros que llevaron el evangelio a lugares inhóspitos; ha estado presente, asimismo, en los franciscanos que protegieron al esclavo, que entendieron las lenguas y costumbres de los autóctonos, que educaron al analfabeta, que alimentaron al pobre, que atendieron al leproso y al adicto y defendieron al indígena de los abusos del monarca, el colonizador o el opresor. Esta Iglesia continúa presente en las pequeñas comunidades, en los barrios, en las favelas y en las localidades más pobres, ahí donde las mitras de oro y los lujos no llegan y donde la vida continúa gracias a la caridad y la solidaridad comunitaria.

La crisis socioeconómica en todos los países subdesarrollados o en vías de desarrollo ha provocado que esta “Iglesia de base” modifique sus formas y por lo tanto su fondo. La pobreza, la desigualdad, el autoritarismo y la corrupción que caracterizan a muchos países del Tercer y Cuarto mundo han provocado que esta Iglesia adopte una orientación más crítica y progresista, que no es omisa ni contemplativa de los problemas sociales y que simpatiza y en algunos casos encabeza la lucha subversiva o hasta revolucionaria.

Esta Iglesia activa que se suma al descontento social de millones ha generado cimientos muy profundos en los países subdesarrollados. En América Latina y África, los representantes eclesiásticos de las pequeñas comunidades llaman a una nueva concientización “libertaria” que lleve a los creyentes a “rebelarse” contra toda forma de opresión que limite la felicidad emocional y espiritual, individual y social.

Esta corriente del pensamiento cuya opción preferencial son los pobres es conocida como la Teología de la Liberación, que ha encontrado terreno fértil en los países del Tercer Mundo. Esta corriente teológica con vertientes católicas y protestantes en todo el mundo tiene como postulados principales la salvación a partir de la liberación económica, política, social e ideológica que permita llevar al hombre una vida digna. Asimismo, considera que la mala situación económica es producto de las decisiones terrenales, al igual que las injusticias, la falta de oportunidades y la explotación tienen su origen en los hombres. Esta liberación sólo puede llegar a partir de la concientización ante la realidad socioeconómica y la urgente demanda de justicia y reconstrucción del tejido social.

Desde sus orígenes, la Teología de la Liberación se opuso a la dictadura y al autoritarismo. En el caso latinoamericano muchos autores coinciden en que esta ideología nació en Argentina y Brasil como oposición de las iglesias comunitarias a las dictaduras en estos países.

Uno de los más grandes representantes de la teoría latinoamericana de la liberación, Gustavo Gutiérrez Merino, sacerdote y teólogo peruano, afirma que esto va más allá de una ideología y constituye un comportamiento de compromiso y labor a favor de los pobres, los desprotegidos, ante las condiciones de pobreza, injusticia y sufrimiento que experimenta la mayoría de la población.

Otro de los máximos exponentes de esta teoría es el brasileño Leonardo Boff, quien en sus cuestionados libros llama a la liberación de los oprimidos. Entre sus obras más reconocidas se encuentran: Desde el lugar del pobre, Teología del cautiverio y la liberación y especialmente su obra Las comunidades de base reinventan la Iglesia, en la cual invita a la refundación de la Iglesia desde su base. Otros teólogos reconocidos cuyas obras sirven para entender los principios de la teoría de la liberación son: Rubem Alves, con su libro Hacia una Teología de la Liberación Humana; Juan Carlos Scannone con La filosofía de la liberación: historia, características y vigencia actual y Enrique Dussel con su Filosofía de la liberación latinoamericana.

Desde luego que la teología de la liberación tiene su fundamento en el ejemplo y las escrituras de los primeros cristianos y que en el siglo XX se consolidó no sólo como ideología, sino incluso como teoría política-social que explica la desigualdad creciente. La preocupación constante de esta teoría por los oprimidos provocó que a mediados del Siglo XX se le vinculara con el socialismo, porque afirmaba que las malas condiciones sociales y la dependencia entre opresores y oprimidos se debe a un “pecado estructural” alimentado por la corrupción creciente, la desgobernanza y la violencia institucionalizada.

A finales de la década de los 70 la teoría de la liberación latinoamericana se consolidó como base ideológica de algunos movimientos revolucionarios y guerrillas, principalmente en países centroamericanos. La preferencia por los pobres y los oprimidos de la teología libertaria y religiosa se fusionó en una peligrosa combinación con los movimientos de insurgencia y revolucionarios en países latinoamericanos.

El Vaticano y las máximas autoridades eclesiásticas censuraron y desconocieron a estos movimientos y a la misma teoría de la liberación cuando la calificaron como una desviación respecto de la doctrina católica apostólica. En su momento los Papas Juan Pablo II y Benedicto XVI buscaron reducir y minimizar a los portavoces de esta corriente en América Latina y África. Los escritos y tesis de Boff y Gutiérrez Merino fueron censurados y juzgados por la Congregación para la Teoría de la Fe. Muchos de los sacerdotes y clérigos que siguieron esta doctrina o impulsaron la rebelión en sus comunidades fueron castigados, silenciados y, en casos extremos, excomulgados y separados de la Iglesia.

La desaparición del socialismo real y la decadencia del socialismo como ideología también repercutió en el debilitamiento de la Teología de la Liberación en muchos países latinos. Incluso la interdependencia y la sociedad globalizada posteriores a la Guerra Fría provocaron una redefinición compleja de la teoría de la liberación. Autores como Elsa Torres hablan sobre la teoría feminista de la liberación e incluso otros la relacionan con la exclusión social como resultado de la globalización. La teoría de la liberación ha tenido un resurgimiento en los últimos años en América Latina, particularmente en los países centroamericanos como Nicaragua, donde la arquidiócesis encabeza el reclamo social contra el gobierno de Ortega.

Con la llegada del Papa Francisco al Vaticano, la teoría de la liberación adquiere un nuevo significado. El pontífice, de formación jesuita, se inclina hacia los pobres y se enfoca en la desigualdad y la injusticia social. En 2014, durante el encuentro con representantes de movimientos populares en el mundo, el pontífice argentino explicó su tesis de “las 3 T” en la que tierra, techo y trabajo constituyen las claves para articular la lucha social en todos los continentes. Las palabras del Papa Francisco durante este encuentro sintetizan su pensamiento:

“La reforma agraria es además una necesidad política, una obligación moral. No lo digo sólo yo, está en el Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia. Por favor, sigan con la lucha por la dignidad de la familia rural, por el agua, por la vida y para que todos puedan beneficiarse de los frutos de la tierra. Hoy vivimos en inmensas ciudades que se muestran modernas, orgullosas y hasta vanidosas. Ciudades que ofrecen innumerables placeres y bienestar para una minoría feliz, pero se le niega el techo a miles de vecinos y hermanos nuestros, incluso niños. El desempleo juvenil, la informalidad y la falta de derechos laborales no son inevitables, son resultado de una previa opción social, de un sistema económico que pone los beneficios por encima del ser humano. Sigamos trabajando para que todas las familias tengan una vivienda y para que todos los barrios tengan una infraestructura adecuada, acceso a la educación y a la seguridad en la tenencia”.

La Iglesia Católica experimenta un momento particular de su historia, en el que las dos vertientes del catolicismo parecen converger en la presencia de un Papa emérito, conservador y ortodoxo como lo fue Benedicto XVI, y Francisco, su sucesor, con su discurso de austeridad y preferencia a los marginados. Una misión gigantesca tienen Francisco y los Papas sucesores: adaptar el discurso y las demandas de la Iglesia a los problemas sociales, a la modernidad y a los desafíos que presentan la globalización y la revolución tecnológica.