Opinión
LA CONSUMACIÓN DE LA INDEPENDENCIA

Eduardo Mendoza Ayala

Eduardo Mendoza Ayala

Llega septiembre cargado, como siempre, de numerosas ceremonias, festividades y celebraciones, y junto con él –desde luego- el recuerdo patrio de la mexicanidad. Es en este mes cuando más nos sentimos mexicanos y damos rienda suelta a nuestros más profundos sentimientos de felicidad, identidad y orgullo; en ocasiones tal vez un poco mal enfocado o quizá mal definido, si es que creemos que emborracharnos, tirar balazos o insultar a los demás nos justifica como ciudadanos de esta nación.

Pero lejos de ello, en esta ocasión deseo referirme al tema específico de por qué un hecho muy trascendente como fue el acto de la consumación de la Guerra de Independencia, ocurrido el día 27 de septiembre del 1821, prácticamente pasa desapercibido para la mayoría de los mexicanos, lo cual nos lleva a enfocarnos invariablemente en la gesta del inicio de la lucha por la independencia, en la que figuras como Hidalgo, Morelos, Allende, Aldama, Abasolo, Mina y Leona Vicario, entre otros, tuvieron un papel protagónico.

En este mes siempre hablamos de “ellos” (de nuestros héroes) y su denodado esfuerzo por hacer que la Nueva España se liberara del dominio de la corona española hasta lograr su autonomía y convertirse en la República Mexicana. Sin embargo, por alguna extraña razón, la conclusión de la lucha por la independencia normalmente se omite o se le da menos valor, cuando la lógica indica que ambas deberían tener la misma importancia.

Los hechos más relevantes que rodean la consumación de la independencia de lo que hoy es México, son: que los principales protagonistas fueron Vicente Guerrero, Agustín de Iturbide y el virrey Juan O’Donojú, quien a la postre firmaría los “Tratados de Córdoba”, en los que se reconocería formalmente la independencia del territorio de la Nueva España, aunque sería hasta el año de 1836 cuando la corona española finalmente los aceptara.

Claro está que para que ese instante se diera, ocurrieron hechos y circunstancias, como la designación de Agustín de Iturbide –en 1820- como comandante de las fuerzas armadas realistas, para combatir a Vicente Guerrero, quien aún se encontraba en pie de lucha en la Sierra Madre del Sur.

Ocurre, sin embargo, que el teniente coronel Iturbide no compartía la idea de implementar la Constitución de Cádiz en estas tierras, promulgada en 1812 en España, y por lo tanto decidió que era mejor no atacar a los insurgentes y promulgar, en febrero de 1821, el “Plan de Iguala”, que sentaba las bases de la anhelada independencia del virreinato de la Nueva España, contemplando la libre determinación del territorio, la unidad religiosa (católica), así como la unión e igualdad de todas las clases sociales existentes.

Todo ello permitió dar vida a la conformación del Ejército Trigarante, que promovía la unión (color rojo), independencia (verde) y religión (blanco), con el cual se pretendía recorrer todo el país para obtener mayor aceptación.

Iturbide negoció la paz con Vicente Guerrero, quien vio con simpatía el contenido del “Plan de Iguala”, y ambos sumaron esfuerzos para integrarse a las fuerzas del virrey Apodaca en un sólo cuerpo militar, celebrándose el 10 de febrero de 1821 el memorable “Abrazo de Acatempan”, protagonizado por Iturbide y Guerrero. Esta significativa señal de unidad sepultaría uno de los últimos intentos por parte del rey Fernando VII de España de someter a los rebeldes independentistas.

El 24 de agosto de 1821, el virrey en turno, Don Juan O’Donojú aceptó firmar con Iturbide, en la ciudad de Córdoba, Veracruz, el documento conocido como los “Tratados de Córdoba”, integrado por diecisiete artículos que básicamente contenían el Plan de Iguala y en el que se afirmaría –lo más importante- la independencia de la corona española para convertirse en una nación autónoma.

Así las cosas, Agustín de Iturbide inició un recorrido por el país al frente del Ejército Trigarante, donde resistió aún algunos ataques de rebeldes aislados en el sur, pero logró numerosas adhesiones de líderes –sobre todo en la zona del bajío-, tanto de la parte insurgente como de criollos y españoles, entre los que destacaban Guadalupe Victoria, Nicolás Bravo, José María Herrera y Antonio López de Santa Anna, logrando finalmente un consenso generalizado y haciendo su entrada triunfal a la Ciudad de México el 27 de septiembre de 1821.

Al día siguiente fue promulgada oficialmente la Declaración de Independencia, planteándose entonces crear el nuevo imperio mexicano, que encabezaría un monarca proveniente de la casa real española, propuesta que fue rechazada por Fernando VII. Esta situación permitió que, el 18 de mayo de 1822, Agustín de Iturbide fuera declarado emperador de México.

No sería sino hasta el mes de diciembre de 1836 cuando la monarquía española aceptara –a través de la firma del “Tratado Santa María-Calatrava”- la independencia de México, renunciando a cualquier intención de sometimiento o de dominio por parte de España. Cito textualmente una de sus cláusulas: “…Y su majestad renuncia, tanto por sí, como por sus herederos y sucesores a toda pretensión al gobierno, propiedad y derecho territorial de dichos estados y países”.

Como podemos apreciar, es muy rico y valioso el episodio correspondiente al fin de la lucha de Independencia de México, iniciada un 15 de septiembre de 1810 por el cura Hidalgo y concluida formalmente por Agustín de Iturbide el 27 de septiembre de 1821. De manera que, si septiembre se conoce como “mes de la patria” para muchos efectos, sugiero que se honre la memoria de quienes contribuyeron a cerrar ese importante capítulo en la historia de nuestro país.