Crónica
MADRID: ESA PATRIA DE TODOS Y DE NADIE

AdrianaSanchesNo podría asegurar que les pase a todos los mexicanos, o sólo a los mexicanos, pero para muchos viajar a Madrid es como entrar a una casa de los espejos: uno se reconoce ahí, distorsionado, desproporcionado, de frente como un gigante y de lado como un enano; un sinfín de versiones de uno mismo se replican en ángulos infinitos. Seguramente en muchos casos será la sangre que llama, algún familiar cercano o lejano, nuestra “herencia española”, los siglos de dominación, la Conquista que se hizo “con la espada y con la cruz” (por la cual, varios siglos después, sin perdón y olvido, se demandó una disculpa que levantó polémica en ambos países).

Las causas son evidentes, pero los hallazgos, sin importar si es la primera o la décima vez que vaya, me siguen sorprendiendo.

Tal vez podamos reconocer algo de nosotros mismos en cada lugar del mundo, pero tengo la sensación de que muchas personas han podido reconocerse en Madrid, o quizá (el huevo o la gallina), sea Madrid la que se refleje en sus visitantes. En cualquier caso, hay algo de buen anfitrión en esta ciudad que la vuelve cómoda, cercana. Y ese algo no es solamente la identificación con el idioma o la cercanía con los españoles, uno puede andar varias cuadras sin encontrarse un español, entre chinos, peruanos, franceses, italianos, ecuatorianos… Ese algo, que no he podido definir, es seguramente una mezcla de muchos factores.

Madrid es una ciudad que te recibe con café y galletas, o mejor, con cañas y tapas; donde el policía al que le preguntas por una calle saca su celular y pone Waze para no confundirse; donde la dueña de una tienda de ropa te da su dirección para que llegues a su casa en tu próximo viaje y no gastes en hoteles; donde preguntas por un libro y te dan otros diez nombres de autores nuevos que podrían gustarte; donde un mexicano no deja de ser exótico, pero también representa a aquél presidente que recibió a tantos españoles exiliados, “¡vaya tela!”.

Para describir todos los sitios emblemáticos, museos, plazas, bares, parques y monumentos de Madrid harían falta varios volúmenes de libros. El recorrido de esta crónica intenta ser sólo el punto de partida: un día de excursión por el centro de esta gran ciudad.

PRÓXIMA ESTACIÓN…

“Tirso de Molina, Sol, Gran Vía, Tribunal/¿Dónde queda tu oficina para irte a buscar?/Cuando la ciudad pinte sus labios de neón/Subirás en mi caballo de cartón/Me podrán robar tus días, tus noches no”, canta Joaquín Sabina, nacido en Úbeda, pero madrileño de corazón. El coro de “Caballo de Cartón” evoca mucho más que un tramo del metro de Madrid, y al ser una de mis canciones preferidas no podía dejar de hacer el recorrido para empezar el día, pero en realidad, para encontrar a esa mujer que robaba las noches de Sabina no era necesario tomar el metro: caminar la distancia entre esas cuatro estaciones no toma más de 20 minutos. Con sus 605 km2 y sus poco más de tres millones de habitantes, Madrid tiene todas las bondades de una ciudad de primer mundo y todas las facilidades de accesos y transporte a las que los habitantes de la Ciudad de México (y peor aún, los que tenemos que ir y venir del área metropolitana) no estamos acostumbrados.

Sonará poco relevante, pero poder llegar literalmente a cualquier parte a pie, en metro, en autobús, en tren o en AVE (para distancias más largas) es una de las mayores ventajas de la ciudad. Hay lugares, sobre todo en el centro, en los que una estación de metro está tan cerca de la otra que uno tarda más subiendo y bajando escaleras para llegar al vagón que caminando las cuatro calles que hay de distancia. De cualquier manera, tomar el metro en Madrid es una experiencia aleccionadora (y no en el sentido de lecciones de supervivencia).

Es cierto que la gente va con prisa, que no huele a flores y que si la bolsa no está bien cerrada puedes perder el celular o la cartera en cualquier momento; pero también pasa que la gente espera a que los que llegan salgan del vagón antes de subir, que todos se ponen del lado derecho de la escalera eléctrica para que los aventureros que van tarde puedan subir miles de escalones caminando, que muchos dejan los asientos vacíos si van a recorrer tramos cortos, que hay poemas en las paredes de los vagones y que se cuida al pasajero, al punto de llamar su atención en los altavoces cada que se llega a una estación en curva para que, “al salir, tenga cuidado de no introducir el pie entre coche y andén”.

EN LA PUERTA DEL SOL

La mayor parte de la gente que vive en Madrid huye del centro, les parece “acojonante” la cantidad de gente y de “lío que se monta” todos los días en Sol, y seguramente lo mismo le diría yo a cualquier turista que me quisiera invitar a Bellas Artes un domingo. Pero Sol es una parada obligatoria, es literalmente el punto de partida, el kilómetro cero para empezar a recorrer Madrid.
Lo primero que escucho al terminar de subir las escaleras del metro es el “Cielito lindo” cantado por mariachis que, después me doy cuenta, no son mexicanos, pero al parecer nuestras canciones y nuestros sombreros charros no pueden faltar un fin de semana en la Puerta del Sol. De cualquier manera, uno se siente orgulloso y nostálgico por un momento, hasta que al ver el panorama completo se da cuenta de que en el mismo nivel de “atracción turística” del mariachi mexicano están las botargas de Bob Esponja, Mickey Mouse y por lo menos uno de los Avengers.

Estando ahí, debajo del famoso letrero de Tío Pepe, la foto obligada es con el oso y el madroño, símbolo del escudo de Madrid que tiene el único inconveniente de ser muy accesible, con la consecuente dificultad para que no salgan a cuadro otras diez personas posando en alguna de las esquinas de la escultura, obra de Antonio Navarro Santafé, inaugurada en 1967. De este escudo de la Villa de Madrid se dice que antiguamente no se trataba de un oso, sino de una osa, y que el madroño era un árbol de frutos rojos, mismos que sirvieron para curar una plaga que asoló la ciudad.

En el centro de la plaza sobresale la estatua ecuestre de Carlos III en su gran pedestal de cinco metros de largo y otros cinco de alto, un homenaje al rey que se conoce como el mejor alcalde en la historia de Madrid. Se dice que la estatua guarda en su interior un microfilm con mensajes de los madrileños. Frente a ella se encuentra la Casa de Correos, en cuya cima se colocó el Reloj de Gobernación, obra de José Rodríguez Losada, quien donó la sorprendente maquinaria inaugurada por la reina Isabel II, en 1866. La característica más importante de este reloj que marca las campanadas de las doce uvas cada año nuevo (como nos recuerda la canción de Mecano) es su gran precisión, ya que sólo se retrasa cuatro segundos al mes.

EL SÍMBOLO DE LA REALEZA

Subiendo por la calle de Arenal, después de una parada obligatoria en la Mallorquina y sus insuperables napolitanas de chocolate, llego a la Plaza Mayor, en el corazón del llamado “Madrid de los Austrias”. Además del Arco de Cuchilleros y la estatua ecuestre de Felipe III, los edificios que bordean la plaza parecen resguardar el secreto de una fiesta eterna, quizá porque durante siglos han sido testigos de toda clase de eventos populares: desde corridas de toros hasta beatificaciones y coronaciones.

En este lugar es indispensable tomar un tinto de verano, y el lugar perfecto es justamente el Museo del Jamón. Las raciones inmensas de bocadillos y el legendario jamón serrano son suficientes para no poder probar bocado hasta la cena, pero una vez más, aun en las ciudades primermundistas la naturaleza acecha. En un día soleado perfecto, entre niños corriendo con globos enormes de todas las formas posibles, se respira un ambiente de tranquilidad y alegría hasta que las primeras migajas del bocadillo caen al piso. Entonces descubro que así como las ardillas de Chapultepec, las palomas de Madrid no le tienen miedo a nada: uno puede zapatear, agitar los brazos, repetir miles de veces ¡ushcale! Pero las palomas no están dispuestas a volar, sus ojos negros y redondos como canicas parecen clavarse en tu mirada incrédula esperando dar el picotazo. Son capaces de quedarse largos minutos haciendo guardia junto a mi silla, inamovibles y casi retadoras ante el gesto de una patada, que por supuesto nunca puede concretarse porque: 1) Son muchas y no vienen solas, y 2) Siempre tienen mejores reflejos.

Después de la comida y el “cardio” entre patadas y manotazos, bajo hacia el edificio de la Ópera y a los pocos pasos doy nada menos que con el Palacio Real, una imponente estructura de piedra rodeada por los Jardines del Campo del Moro. El “nuevo Palacio” fue habitado por primera vez en 1764, cuando el rey Carlos III tomó posesión, aunque fuera sólo ocho semanas al año.

En realidad el Palacio se asienta sobre las ruinas del antiguo Alcázar de Madrid, una fortaleza medieval convertida en Palacio por Juan II, Carlos V, Felipe II y Felipe IV, quien empleó nada menos que a Velázquez para realizar la decoración, pero la estructura fue totalmente destruida por un incendio en la Nochebuena de 1734. Es por esta razón que el edificio que lo sustituyó está formado por bóvedas sin rastro de madera en la estructura.

Justo frente al Palacio Real se puede observar la fachada principal de la Catedral de la Almudena, el templo principal de la Arquidiócesis de Madrid, construido sobre una antigua mezquita y dedicado a la Virgen María bajo la advocación de la Almudena. Los trabajos de construcción y ampliación del templo pasaron por muchas etapas desde que el rey Alfonso XII puso la primera piedra en 1883, de ahí que tenga diferentes estilos arquitectónicos en la fachada, el interior y la cripta. Finalmente, la Catedral fue consagrada por el Papa Juan Pablo II en 1993.

Como todo en Madrid, la solemnidad de los grandes monumentos permanece cercada por el ambiente festivo: fuera de la reja que da entrada al Palacio, sobre la banqueta se reúnen músicos, pintores, caricaturistas, grupos de estudiantes ensayando obras de teatro, vagabundos que montan sus cobijas sobre las bancas del parque y señoras que se sientan al lado de ellos sin parar de hablar, seguramente repitiendo frases de este estilo, que pueden referirse a cualquier tema: “Que no, que no, hija, pero vamos a ver, ¿estáis de coña?” “¡Que sí, hombre, que sí, que te lo digo yo!” “Vale, pues nada”.

UN QUIJOTE CITADINO

Rodeando el campo del Moro y pasando los Jardines de Sabatini, así, en diez minutos, me encuentro con la Plaza de España. Sobre la histórica Gran Vía, repleta de hoteles, restaurantes y tiendas de varios pisos, se yergue el monumento dedicado Miguel de Cervantes a través de sus dos personajes míticos: Don Quijote y Sancho Panza, en una plaza de 36 mil 900 metros cuadrados, una de las más grandes de toda España. Mientras Don Quijote a caballo parece señalar un gran rival reflejado en el estanque, Sancho le cuida la sombra. Sobre ellos, desde la torre que asemeja una especie de trono, Cervantes parece observarlos con un libro entre los dedos. A espaldas de la plaza, dos estructuras enormes custodian el monumento: la Torre de Madrid, en su momento la construcción más alta de la ciudad, y el edificio España, de 25 plantas y 117 metros de altura.

A pesar de que la plaza es grande y está rodeada de jardines, árboles y bancas, desde lejos bien podría parecer un mercado de artesanías abarrotado de turistas. Sobra decir que la fila para tomar la foto es interminable, pero además en algún momento se divide en dos; desesperados, los visitantes deciden elegir un bando y terminar pronto con el protocolo: unos toman la mano de Sancho, en señal de hermandad, mientras otros se recargan en la cola de Rocinante, el caballo de Don Quijote, en señal de algo que no alcanzo a entender.
La elección es fácil: una foto al frente del estanque donde las estatuas parecen una especie de poste a mis espaldas, y Cervantes, libro en mano, se conforma con dirigir la orquesta desesperada de gritos, risas y flashes.

Madrid es una ciudad caótica, como todas las grandes capitales del mundo, pero por todas sus puertas cruzan miles de inmigrantes, estudiantes y viajeros esperanzados que, muchas veces sin planearlo, aunque esté lejos el mar, se encuentran el reflejo distorsionado de algo que fueron, o que buscan ser, en las aguas del Manzanares; en el estanque de la Plaza España o en el del Parque del Retiro; en la fuente de la Cibeles o en la de Puerta del Sol; en el fondo de un vaso de cerveza o de un tinto de Rioja.

En un día de recorrido por el centro, en un curso de verano o en una vuelta del exilio, a cualquiera puede pasarle lo que a Joaquín Sabina, que “en esta patria de todos y de nadie, sintió que estaba su casa”.