Editorial
No enciendan fuegos…

El poder militar del Estado mexicano lo constituyen el Ejército, la Armada de México y la Fuerza Aérea, tres instituciones que están bajo el mando castrense de la Secretaría de la Defensa Nacional pero, por mandato constitucional, subordinados a la comandancia suprema del presidente de la República.

Durante décadas se hizo costumbre la norma de que mientras la sociedad civil puede analizar, rechazar o aprobar las acciones del poder público, el militar no tiene otra opción que ser leal y obedecer órdenes, particularmente las que provienen de decisiones del comandante supremo: el presidente de México.

La ineptitud, la corrupción y las complicidades de algunos cuerpos de policía con diferentes estratos del gobierno, así como intereses políticos de toda calaña, llevaron al poder presidencial, desde hace varios sexenios, a desviar de sus objetivos a las fuerzas armadas. Así, de su deber constitucional de garantizar soberanía, integridad territorial, independencia y seguridad interior del país; de colaborar además con las autoridades para auxiliar a la población en situaciones de emergencia social, así como promover acciones cívicas o de beneficio comunitario; el Ejército, la Armada y la Fuerza Aérea pasaron a ejercer funciones policiacas y fueron incorporadas a la lucha contra la inseguridad pública en todas sus variantes: narcotráfico, secuestros, extorsiones, emboscadas criminales, etcétera.

El resultado ha sido adverso. La inseguridad pública y la acción de las bandas de delincuentes (asesinatos, asaltos, secuestros, extorsiones, ¡emboscadas a las fuerzas armadas!) han llegado a niveles nunca antes vistos. Además, otras decisiones presidenciales apoyadas por el partido en el poder, MORENA, apuntan hacia una peligrosa militarización del país, riesgo advertido incluso por la Comisión Nacional de Derechos Humanos y muchos otros organismos. Por ejemplo:

1) El empeño presidencial de involucrar a las fuerzas armadas en la anunciada Guardia Nacional distribuida en cuarteles regionales, y de darle mando militar a este nuevo cuerpo con una engañifa que ofende al sentido común: que la administren dos civiles: el propio presidente Andrés Manuel López Obrador y el Secretario de Seguridad Pública, Alfonso Durazo, ambos sin ninguna experiencia práctica o logística en una materia que hoy tiene a millones de mexicanos dominados por el miedo;
2) La concesión presidencial para que el “nuevo aeropuerto” comercial de Santa Lucía (Edomex) sea administrado por militares;
3) El anuncio presidencial de convertir al Ejército en desarrollador inmobiliario en Santa Fe;
4) La decisión presidencial de que las presuntas 600 pipas adquiridas en Nueva York (EE.UU.) para transportar gasolina y contrarrestar el robo de combustible a los ductos de Pemex sean controladas por el Ejército y no por la paraestatal petrolera.

Las impugnaciones están a la orden del día: Si hay acuerdo para la creación de la Guardia Nacional, ¿por qué no poner al frente un mando civil con experiencia probada en el combate a la delincuencia? ¿Por qué no invertir en la capacitación profesional de los cuerpos policiacos? ¿Por qué exponer a las fuerzas armadas al descrédito, en tareas absolutamente ajenas a su mandato constitucional? ¿Por qué la reiterada y obcecada conducta presidencial de someter a su voluntad al Poder Legislativo, actitud que se lleva en galope desbocado a senadores y diputados federales que merecen respeto íntegro del Poder Ejecutivo?

Mantener el propósito de una Guardia Nacional militarizada no es estrategia. La seguridad es el tema más complejo del país y el más sensible para millones de mexicanos. Y la única estrategia de Estado aceptable es: a) mando civil para la Guardia Nacional; b) el fortalecimiento de las instituciones civiles de seguridad y las policías de los tres órdenes de gobierno.

Un sabio consejo del pueblo (hoy tan invocado por el populismo): No enciendas fuegos que no sepas apagar.